jueves, junio 15, 2006

Isabelita y el viento (2)

Inocente como ella sola, pensaba que los demás, los hombres y los jóvenes en edad de descubrir, permanecían ilusionados bajo su sombra a la espera de ver la presa, el nuevo pájaro de Isabelita, cuando en realidad no les faltaba sino tenerlo en la mano, acariciarlo.
―Ya verás, Isabelita, que pronto cae uno: no te muevas de donde estás ―le decía el que estaba en perpendicular a ella.
―No, Isabelita, mejor te haces un poco para acá, porque los pájaros ahí te ven la coronilla y se espantan ―le dijo otro calavera.
Todas las mañanas del mundo, todos los días de la semana sin faltar uno, se hallaba en su escondrijo de donde tiraba del hilo y acudía a la trampa para sacar su preciado animal de turno, y también por las tardes, a la hora que los pájaros buscaban su última comida antes de recogerse.
―No me lo creerá, pero desde que coja uno más tendré 500.
―¿Te debe costar mantenerlos una fortuna, no?
―Con la pensión de mi madre me alcanza, porque ella come poco y yo tampoco soy de mucha comida.
Estaba colocando la red y el cajón de madera formando una trampa en lugares estratégicos de la azotea, cuando oyó los gritos desesperados de su madre, y el revoloteo de los pájaros abajo en la casa, cuando la voz quejumbrosa de su madre pedía auxilio, y el piar de los pájaros se hacía tremebundo, guerrero, sin un descanso, sin un silencio aparente, aunque muchos estaban ocupados en llenar sus buches aprisa, antes de que llegara Isabelita.
Bajó la escalera de caracol un tanto sorprendida, pues no se explicaba lo que ocurría. Miró la puerta de la habitación de su madre y se dio cuenta enseguida de su error: la había dejado abierta; se asustó; observó el pasillo, las otras puertas, y todas estaban de par en par; entonces no supo qué hacer, se volvió como loca, daba vueltas sobre sí misma sin tomar una determinación, hasta que se vio delante de la alcoba de su santa madre, y abrió los ojos desmesuradamente, antes de irse en busca de la escoba.
―¡Madre! ¡Mamá! ¡Dios mío! Pero ¿qué te han hecho estos malagradecidos?
Corrió al tocadiscos, puso a todo volumen su canción preferida, Walk on the wild side de Lou Reed, y pretendió a escobazo limpio acabar con ellos uno a uno, escuchar el último aliento de aquellos seres indefensos que se habían convertido en verdaderas fieras, pero no pudo, al contrario, de pronto se vio atacada por bandadas de cincuenta miembros que partían de encima del ropero y le atacaban la cara, se reunían en el cabezal de la cama de su madre ya difunta y le picaban los pechos, aprovechaban las sillas y le descarnaban las nalgas, se colgaban del cable del bombillo y le malherían su barriga lisa, hasta que en la décima acción, los 500 pájaros, en perfecta formación, le sacaron los ojos, y se murieron con ella después, envenenados por el viento que originó la falda de Isabelita cuando la infeliz cayó sobre el piso cubierto de plumas.

miércoles, junio 14, 2006

Isabelita y el viento (1)

Cuando Isabelita se vio envuelta en una guerra sin cuartel, donde los mejores amigos se le convirtieron en violentos personajes que no le perdonaban los arrestos domiciliarios y mucho menos las caricias interesadas, nadie se ocupó de ella, a pesar de sus quejidos durante horas que salían por las cuatro paredes de su casa solariega junto a los sones de la canción que más adelante se dirá.
―¡La pobre! ―dijo una vecina.
―¡La lista!, dirás tú ―aseveró otra.
Isabelita tuvo siempre una cara de virgen, un cuerpo de amada bestia y una sonrisa de abeja: los hombres, embobecidos, si se topaban con ella, continuaban sus mismos pasos, la seguían con la mirada puesta en sus anchas espaldas, sin importarles los comentarios de las demás mujeres.
―Ahí va ese idiota.
―Déjalo, que se haga ilusiones, hasta que un día lo encierre de la misma manera que a su santa madre.
Se podía pensar lo contrario de Isabelita, pero no, era obediente con su madre, y educada con los vecinos, y dulce con los niños, y graciosa con los ancianos, y sobre todo pura con su espectacular cuerpo, sin una mirada lasciva, sin un gesto provocador, incluso con alguna mueca de santa.
―Le digo yo a usted, muchacho, que si ésta nace en la Edad Media, como mínimo hubiese llegado a santa. A lo mejor, téngalo presente, en algún pueblo la tendrían sobre un trono, y la sacarían al oreo cada año.
―Nunca pensé que mi maestro de escuela dijera una cosa parecida.
―Si es la verdad, rediez. A mi edad, míreme bien, y dispuesto estoy a empujar ese trono.
Los vecinos nuevos que no conocían sus orígenes al oír como la llamaban se equivocaban de plano. Isabelita, el día que se enteró, sin mediar palabra, fue directamente a la casa de su tía, la hermana de su padre, y con un pequeño látigo la castigó hasta que la dejó sin resuello, porque no podía haber sido otra. De todas formas, le decían la Pájara por la razón.
El maestro de escuela comentaba que se inició la noche en que le entró un pájaro por la ventana y la mujer de la tienda aseguraba que fue el mismo día que recogió un pajarillo verde en la esquina de la calle, casi muerto, una mañana de invierno: en una o en las dos ocasiones, allí bautizaron otra vez a Isabelita y le dieron el mal nombre, y sin pensarlo comenzó una nueva vida con apenas 15 años cumplidos.
―A lo mejor los pare la misma Isabelita.
―Por la boca será, mala lengua.
Aisló la habitación de su madre y ocupó el resto de la casa con pájaros de todas clases: chirrero y chirringos, calandrias y horneras, linaceros y capirotes, canarios y pintos, mirlos y palmeros. Llenó la azotea de trampas y reclamos, mientras ella se escondía casi colgada del muro de la fachada, como un lince, esperando las presas que aumentarían su colección, al tiempo que los hombres pasaban por debajo para ver qué escondía en sus faldas siempre tan amplias.
―Qué ya tienes pájaro nuevo, Isabelita.
­­―Ssst. Calla, atontado, que me lo espantas: ahora mismo está a punto.

martes, junio 13, 2006

La consulta del doctor Estrías (2)

Se puso muy serio. No le contestó, más bien intentó rehuirla, escondiéndose detrás de mí, sin embargo, la mujer insistió, le dijo que bueno, que si no lo deseaba pues iría con él al Mato Grosso, o a Belém o a Pernambuco, adonde fuera con tal de aprender a jugar de nuevo.
A mi amigo no le quedó otro remedio que decirle que sí, que le avisaría pronto, desde que tuviera todo concretado, pero casi al oído, sin reparos por los presentes, me espetó que ése era el problema de nuestra sociedad, que la envidia afloraba incluso en el despacho de un médico, y en la sacristía entre el cura y el sacristán, y en el taller de mecánica porque el maestro se engrasaba menos que su ayudante.
―¿Lo ves? ―me dijo―, esto es lo que me está matando.
Continuaba sin comprender el porqué de nuestra presencia allí, aunque no me atreví a preguntarle otra vez. La enfermera llamó al siguiente, abrió apenas la puerta y sólo pude observar que llevaba trenzas, vestía como una niña, con un sombrerito de paja y una falda escocesa, y de pronto me imaginé al doctor Estrías, jugando con un coche encima de la mesa y con una pistola de plástico disparándole agua a los pacientes.
Entonces fue cuando le pregunté si el próximo en entrar sería él, pero me dejó estupefacto:
―No. No voy a entrar. Quiero que salga el doctor y me recete aquí mismo: delante de todos, porque necesito cuatro personas. ¡Ah!, y si no entraré, porque entre él, su enfermera, tú y yo podemos hacerlo.
Me asustaron sus síntomas: eran de loco.
―El siguiente.
La señora vieja no había salido y nosotros ya entrábamos, yo arrastrado por mi amigo, sin contemplaciones, sin tener en cuenta mi tenaz negativa.
―¡Hombre, viene usted acompañado! ―le dijo el doctor mientras se tumbaba en el suelo y sacaba un mazo de cartas―. ¿Echamos hoy el desquite?
―No. Mejor al parchís. Pero bueno, sí, como me voy para el Brasil, total echamos la última mano, aunque al tute, y entre cuatro.
El doctor estuvo de acuerdo, se levantó, llamó a la enfermera y entre los dos retiraron lo que había sobre la mesa: muñecas y camiones, sogas para saltar y tejos de piedra viva, pistolas de agua y ametralladoras de espuma, y un estetoscopio hecho con cera, nada más.
Sentados los cuatro en cada lado de la mesa, nada más empezar la partida, cuando yo canté 40 en bastos, mi amigo se echó a llorar de repente, porque había dejado de ser niño, y yo con él. A partir de aquel día, todos los jueves, a eso de las cinco de la tarde, nunca estoy en mi casa, porque tengo hora con el doctor Estrías, ni en el mes de septiembre me encuentra nadie, pues lo paso con mi amigo en el Mato Grosso, entre los indios.

lunes, junio 12, 2006

La consulta del doctor Estrías (1)

Todavía no me explico cómo pude acompañarlo al médico: nos encontramos, me cogió por el brazo y me llevó a un bar de mala muerte junto al mercado; nos tomamos un café y me pidió que fuera con él, porque tenía miedo, y dudas, y hambre de venganza, y muchas cosas más que me contó casi gritando desde que nos sentamos en la sala de espera, sin importarle la señora vieja que respiraba con dificultad a mi lado, ni el hombre maduro que no se quitaba la mano de la frente.
―Vamos a ver ―me dijo―, quizás esté equivocado, pero no soporto que la vida sea así, una selva donde todos son fieras, machos y hembras, todos.
Me puse los puños sosteniendo la barbilla, lo miré con detenimiento y comprobé que sus ojos le bailaban, no sé si por la ira o por la confusión que le revolvía la mente.
Ayer traté de defender a una muchacha de los improperios de un pretendiente, y sabes, ella misma me lo recriminó, se cruzó de brazos y me espetó: "Quién lo ha invitado a usted a esta batalla"
―¿Tú me entiendes? Fíjate: le decía hija de mala madre, zorra, alcahueta, monja de burdel y otras cosas. Nunca, nunca había oído algo igual, y era apenas un chiquillo.
Se levantó. Cogió de la mesilla renqueante que presidía la sala una revista vieja y volvió a sentarse, y empezó a hojearla, con celeridad, dando resoplidos, sin tener en cuenta a los presentes, hasta que reparó en una fotografía y arrancó la hoja donde estaba, y se la puso colgando del cuello como si fuera un babero: parecía un idiota, pero estaba linda la playa de Copacabana.
―¿Tú crees que en todas las partes del mundo la vida será igual? No. Yo no lo creo. Esta sociedad es mezquina, de baja estofa, donde los jornaleros se matan entre sí por un grano de millo en vez de plantarlo, y se ponen de parte del empresario si éste está delante, pero hunden la empresa lo que pueden; donde los ricos son tan pobres que pasan hambre y los pobres quieren ser tan ricos que pierden las oportunidades discutiendo o engañando o incluso robando a los que tienen menos que ellos; donde los sindicalistas pretenden ser empresarios y los empresarios, suspicaces siempre, sindicalistas incultos y torpes. Me tengo que ir de aquí, al Brasil, por ejemplo, y remontar el Amazonas hasta que encuentre una tribu india, a la zona del Mato Grosso, por ejemplo, para empezar de nuevo, subiendo poco a poco la cordillera de Mbacarayú: quizás, a medida que ascienda, mi vida se va transformando.
No. No estábamos en el despacho de un siquiatra, ni siquiera en el de un sicólogo, al contrario, en el rótulo rezaba por fuera lo siguiente: "Dr. Estrías. Especialista en enfermedades de la infancia." Lo vi cuando me levanté y salí para encender un cigarrillo con la intención de que mi amigo se callara, no siguiera hablando de Brasil, pues empezó a llamar la atención de los presentes por primera vez, y a despertar las sonrisas infames de una mujer morena, casi negra de la playa.
Me senté junto a él, le puse la mano sobre una rodilla y en voz baja, con disimulo, le pregunté qué coño hacíamos nosotros allí, y me contestó con otra pregunta.
―¿Y la vieja y ese hombre atormentado?
Me dejó callado: era verdad, tampoco me lo explicaba, y mucho menos al fijarme en el paciente que salía, un hombre que pasaba de los ochenta, con bastón y todo, de cara alegre y sosteniendo en su mano libre un globo multicolor.
―¿Cuándo se va al Brasil, buen hombre? ―le preguntó la señora vieja―. Yo estoy sola desde hace muchos años, me he olvidado de cómo se juega a la comba, por eso estoy aquí, y no me importaría ir con usted, pero si me lleva al Pan de Azúcar y me deja bañar y jugar con la arena en la playa de Copacabana.

jueves, junio 08, 2006

La llave de su reinado (2)

Lo intentó durante 6 noches, sin dejarse atrás las iglesias y los conventos de la ciudad, ni los almacenes de grandes puertas por la zona industrial, excepto la comisaría de policía, por si acaso, hasta que pensó que una llave como aquélla, enorme, oxidada, antigua, sólo podía pertenecer a una estancia de campo, y decidió emprender el camino alejándose cada vez más de la ciudad, usando los atajos para llegar antes y aprovechando la sombra de los árboles para dormir un rato.
―Juan, ¡qué te has vuelto loco de remate! Vuelve a casa, por favor -escuchaba en sueños la voz de su mujer llamándolo y se despertaba sobresaltado.
La jornada número 7 la comenzó con cierto desánimo, sin embargo, apenas había empezado y un detalle lo puso en la pista de que iba por buen camino: a punto estuvo de abrir un establo, donde escuchó adentro relinchos de caballos y un par de mugidos de vacas, pero la llave no terminó de girar, giró la primera y se quedó en la segunda ocasión; y entonces se fijó bien en las características de la puerta y en la forma de la cerradura, porque ahora sólo iba a pararse en las que fueran parecidas.
La labor se le hizo a Juan de los Santos más llevadera. Miraba con los ojos relucientes entre las sombras de la noche como si de una fiera se tratara, y caminaba seguro, ansioso, sin perder el ritmo, hasta que llegó la madrugada y detrás de una curva, al fondo de un risco, por donde se llegaba a través de una vereda estrecha, localizó apenas una puerta y se dirigió a ella entusiasmado, convencido de que sería la que buscaba, y así fue, allí estaba: un pajar, oscuro, lleno de haces de avena y centeno y cebada y trigo, con un jergón de paja en el centro, como si se tratara de un trono, por lo que Juan de los Santos decidió ser el rey de aquella estancia que con tantos sacrificios había logrado encontrar.
El primer día lo dedicó a dormir, y a pensar; a pensar en su vida junto a Carmela del Rosario, y a dormir otra vez más, profundamente, sin un mal sueño, sin una voz que le gritara cualquier cosa.
Esperó a que amaneciera. Con la caja de cartón sobre las rodillas, se dedicó el segundo día a vivir de los recuerdos, a mirarse en fotografías ya canelas donde con pantalón cortó aún y botas de goma la ilusión por vivir se le desparramaba por la cara, o en otras de joven pobre pero limpio, aunque empezando a fruncir el entrecejo, o junto a Carmela del Rosario, cuando todavía Carmela no le reprochaba ni que fumara, hasta que dio con una un tanto movida: en la alameda, con una llave en la mano, mostrándola, quizás preguntándole al fotógrafo si era de él, y éste, por los resultados de su obra, contestándole que no; era idéntica, no tenía duda alguna.
La echó en falta a media mañana, cuando intentó salir a coger aire y a ver si encontraba algo para matar el hambre, pero no se desesperó, al contrario, le dio por silbar canciones que creía haber olvidado, sin embargo, al iniciarse la tarde no pudo más, se volvió como loco en busca de la llave que lo tenía prisionero en su efímero reinado, hasta que se tiró sobre el jergón dejando otra vez su vida en manos del destino, igual que siempre.

miércoles, junio 07, 2006

La llave de su reinado (1)

Aquel día estuvo buscando durante toda la tarde, porque había decidido que finalizara su reinado. No le quedó lugar alguno que registrar, ni haz en que revolcarse, incluso, sintiendo miedo por primera vez allí, con las manos temblorosas, revolvió la caja de cartón donde guardaba todas sus fotografías, pero nada. Juan de los Santos, al llegar la última noche, tan feliz como muerto de hambre, se tiró desanimado sobre el jergón de paja, sin ganas de continuar, decidido a esperar el destino, dejarlo en manos del primero que pasara por la vereda, aunque fuera Carmela del Rosario.
No estaba contento con la vida que llevaba. Desde hacía meses, en las noches de vigilia forzosa, mientras daba vueltas y más vueltas en la cama escurriéndole el sudor, apartándose de su mujer hasta el último centímetro que le permitía la cama, jugando a equilibrista en el borde, preparaba un golpe secreto a su matrimonio, porque no resistía tantas impertinencias.
―Juan, me estoy cansando.
―Acaso ¿no soy tu mejor amigo, Carmela, además de tu fiel esposo?
―Tú sabes muy bien que has cambiado demasiado. Ahora mismo no piensas en otra cosa que jugar con esa llave, como si lo demás no te importase.
No era verdad. O sí. Había dejado el hábito de fumar y lo sustituyó por aquel juego tonto con la llave que se encontró en el mismo lugar donde cayó la última cajetilla de cigarrillos, de una mano a la otra, encerrada sin un resquicio en la palma, echándola al aire para apresarla entre los dedos, realizando vanos intentos con el propósito de mantenerla en vertical, escondiéndola aquí y allá no fuera que su mujer se la tirara a la basura.
Se preguntaba con insistencia dónde estaría la cerradura que accediera a los deseos de aquella llave. Procuraba probar en todas las puertas que veía abandonadas, sin importarle la lejanía del lugar donde la encontró, en el campo y en la ciudad, en los establos desiertos de animales y en las casas abandonadas ennegrecidas por el hollín, en la caja de herramientas del fontanero y en el cajón de madera del labrador donde llevaba el queso para vender. Y aunque en más de una ocasión sufrió un buen susto, fue tratado de ladrón y sinvergüenza, no cejó en su empeño, porque sabía que su vida dependía de la llave.
―Esto no puede continuar así, Juan de los Santos. Si estuviera dispuesta a separarme de ti, te lo juro por los hijos que no hemos podido tener, alegaría que estás loco; y no creas que me lo estoy pensando, porque anoche, mientras dormía, tratabas de abrirme la barriga con esa llave hedionda.
―Eso es lo que tú pretendes, mala mujer. ¿No ves que gracias a esta hedionda llave, como tú dices, he dejado de fumar?
No pudo más. En la media noche de un sábado para un domingo, aprovechando que Carmela del Rosario dormía, cogió un par de mudas de ropa, la caja de cartón con las fotografías y la llave, y se marchó convencido de que tarde o temprano encontraría la cerradura que le abriría otra vida distinta a la que llevaba

martes, junio 06, 2006

Monólogo feliz (2)

Tengo un cofre en mi casa lleno de caracoles pequeños. A veces oigo a una caracola que llama a sus hijos, lejana, en alta mar, y está triste. ¡Si pudiera nadar hasta ella! El mar me da miedo más allá de la costa. Los tiro uno a uno, mejor. Cantan y bailan en un corro los caracoles: "Un hombre triste y feliz nos ha dejado marchar, un hombre triste y feliz ya no nos puede alcanzar". No me levanto y me pongo a bailar yo también porque dirían que estoy loco: los que hablamos a solas debemos cuidar ciertos detalles, pues no es el primero al que meten en el manicomio. Es curioso, dentro de una jarra se puede encontrar un mar: "¿Cambiaste las flores, cariño?" Una tarde de sosiego no se debe interrumpir ni para alargar la vida de un ramo de rosas.
La vecina del octavo es rubia, como una espiga de trigo, larguirucha, y a veces lleva una trenza, teñida, postiza, que le llega más abajo de sus caderas. No creo que sea feliz. Si no fuera por qué, ahora mismo, subiría y le daría unos consejos, pero si lo hago dejo de hablar conmigo mismo, y eso es lo último que estoy dispuesto a hacer.
"¿Cómo lo haces?" -me preguntó mi mejor amigo-; "mira que lo he intentado, sin embargo, desde que abro la boca me siento ridículo". Se lo dije a mi médico un día: "Yo tengo, doctor, una puerta en el corazón y una llave en los labios". Estoy convencido, no creo equivocarme lo más mínimo: los médicos son los profesionales más ignorantes de este mundo. Me recetó unas pastillas que nunca compré y un jarabe para que durmiera mejor. Nunca hablo en sueños, y es una pena: "Qué torpes son, me cago en la leche".
Comprobé que estaba solo en la habitación, me encerré con llave, abrí la puerta del ropero y me puse delante del espejo, viéndome todo, de arriba abajo.
―Háblame de ti.
―Y qué quieres que te diga.
No había envejecido lo bastante, si acaso algo menos de pelo y una arruga sobre el párpado derecho.
―¿Te sientes seguro?
―Sí. Cada vez más.
Algo cargado de hombros, tal vez, y los vellos del pecho poniéndose blanquecinos, también.
―¿Por qué te ríes?
―No sé. Te miraba cuando me hablabas y no eras tú, sino yo. A ver si me explico: no sé.

Nunca pude entender lo que le ocurrió. Desde entonces, Juan de los Santos, está mudo. Su mujer, Carmela del Rosario, me va a volver loco preguntándome, pero yo le digo que no se preocupe, porque él volverá a hablar, cuando deje de ser feliz.

lunes, junio 05, 2006

Monólogo feliz (1)

Cuando hablo a solas me siento acompañado. Ayer mismo, sentado junto a la fragua del herrero, abrasándome el calor por dentro y por fuera, me dije que después de todo soy inmensamente feliz, porque aún me permito el lujo de apreciar muchas cosas: una amapola, por ejemplo, o el color de la sangre que me brota a borbotones a lo largo de mi cuerpo lleno de vitalidad; y a un sarantontón, tan bello como ínfimo, encima de mi brazo, recorriendo su particular laberinto inventado entre los vellos, hasta que vuela, y yo con él.
Sí. No. Aunque a veces duda uno más de la cuenta. Y se pregunta: ¿dónde se esconde la parte de niño que se tuvo?, ¿por qué se esfuman las lágrimas en el hombre si el hombre se amarga por tan poco? La felicidad es una perra en celo que abandona a su amante por nada sin decir adiós. Pero vuelvo a repetir para que me oiga el último de la fila, el que está detrás del roque grande que nadie ha logrado escalar: soy feliz.
Claro, no hay quien se sienta libre completamente; claro, la felicidad y la libertad son hermanas mellizas, engendradas en el mismo huevo. "La ola desnuda luchaba contra el acantilado y lloraba dispersando sus lágrimas". Otra vez. Quién dijo que la felicidad es efímera. Las palabras lejanas las trae el viento y las mías se las lleva envueltas en una sábana blanca. No hay duda: todos deseamos ser un dios de algo; a ninguno nos importaría representar un toro alado, ni siquiera al cabrón, cargado con su cornamenta invisible incluso en la cama, rayando el cabezal de ignorancia, desconocedor de Amaltea, la cabra que amamantó a Zeus.
"Camina cabizbajo el anciano dejando una señal en el camino, profunda, digna de una contera de hierro forjado". Alguien se acerca. Silencio. "¿Hablabas conmigo?" Pienso antes de decir: "No, amor: lo hacía a solas". Manías de hombre inconformista. Me miro las solapas de la chaqueta: "Podría ponerme una amapola en el ojal izquierdo y un sarantontón en el derecho". Qué cosas se imagina uno.
La voz nunca suena igual. En el baño, lo he percibido, trepa por la cortina de la bañera, se balancea en la barra que la sostiene, brinca al espejo, trata de ocultarse en las fosas nasales y hasta intenta regresar al seno materno, pero se pierde por el desagüe del lavabo, hace cloc, cloc, cloc. "¡La puta madre!" Ansioso, me doy cuenta que las cosas de la vida van a parar siempre al mismo sitio.
"¿Tenemos algo de rata?" -preguntó la profesora-. Yo levanté el brazo, un hombre hecho y derecho ya, sentado al final del aula, ante la sorpresa de los chiquillos: "Sí, señorita: el rabo". Un alumno tan aventajado necesitaba una corrección sin misericordia: "Es la cola, ¡estúpido!, y salvo tú, aquí nadie la lleva". Cómo se reían los alumnos y silbaban y golpeaban los pupitres. Me gusta ver a la gente feliz, pero no quise sentirme vituperado de aquella manera: "Señorita, todas nuestras cosas acaban en las alcantarillas". Es cierto.
El anciano regresa de nuevo y yo lo veo a través de la ventana. "Eh, buen hombre: ¿cuándo la muerte está cerca se es feliz?" Está sordo como una caja, no oye ni la contera de su bastón arrastrándose. Respiro profundamente. Me toco la cara y pienso que ya soy mayorcito para estar con mentecatadas: intento continuar siendo feliz.

jueves, junio 01, 2006

Mediodía de silencio y muerte (2)

El barbero se asoma a la puerta de la barbería. La calle desierta frustra su existencia. El verano, maldito, no le da sino quebraderos de cabeza: la gente no se corta el pelo sudado pero sí se corta la lengua, no trae noticias frescas, ni ganas de hablar. Ya se lo dijo su abuelo: "Pollo, un barbero mudo y de mudos no es un barbero como Dios manda". Y encima le dicen a lo largo de todo el año que es igual que una puta, sin distinguir estaciones: mala que es la gente del pueblo donde aún hoy los hombres se quitan el sombrero para entrar en las oficinas municipales.
A lo lejos se escucha el traqueteo de una máquina de escribir, sin embargo, el funcionario no ha salido del bar, ahoga sus penas con ron después de refrescar la garganta con un par de cervezas. Quizás sea el alcalde, desparramando un puñado de puntos y comas en un texto inacabado, o el otro funcionario pelota, porque queda establecido por la ley que un día de calor muy fuerte los funcionarios municipales están exentos de trabajar, aunque lo hagan a la sombra y otros aleguen que quién tuviera esa dicha.
Siguen doblando las campanas. El cura sale de la casa parroquial aventándose la sotana. Ramiro hace un gesto de levantarse en señal de respeto. Los curas también beben, y se emborrachan, y dicen malas palabras, y miran a las mujeres hermosas, y llaman la atención más que una madre majadera.
―Descanse con Dios, Ramiro.
―No me esté jodiendo, con perdón, señor cura: si le molesta tomo asiento en otra parte.
Nunca en verano pone el cura las misas en horas del mediodía, pues muchos irían a aprovechar la sombra. Ni el alcalde regala un paraguas a los vecinos, porque él tiene una sombrerería. Una muchacha desvergonzada, apenas vestida, con una blusa transparente y un pantalón roto adrede y corto por donde se le escapan parte de las nalgas, saluda a Ramiro y le da un beso, para congoja de su mujer, que lo ve todo desde la ventana y pide al cielo que la castigue por semejante pecado mortal.
―Le diré a mi padre que lo he saludado.
―Y yo a mi mujer que te he visto, muchacha: ¡y tanto que te he visto, carajo!
La dueña de la tienda de ropa está segura que con este sol de justicia no venderá en todo el día ni una prenda: nadie se quiere tapar. El tendero de ultramarinos tira desesperado la fruta podrida en una esquina de la calle. Otra vez el herrero da dos únicos martillazos y se propone cerrar sin haberse enterado de quién se ha muerto. El afilador necesita cortarse el pelo y el barbero afilar su tijera, pero ninguno de los dos se atreve a cruzar la calle. Una tapa de salpicón y dos cervezas bien frías consume el señor cura en lo que el diablo se restriega un ojo, y pide la cuenta, pero el propietario del bar le contesta amén.
―Sube a comer, Ramiro, que ya es hora.
Si Ramirito se levanta es que van a dar las dos. Nada cambia en el pueblo. Un lagarto cae del techo de la iglesia y salva la vida por la gracia de Dios.
―Ay, Ramiro, qué disgustada estoy contigo.
Las campanas no dejan de doblar mientras Ramirito disfruta de su última siesta.