domingo, abril 30, 2006

Los juguetes del padrino (1)

Mire usted ―me dijo―, puede pensar lo que quiera, pero estoy dispuesta a morirme aquí mismo, delante de todo el mundo, sin tener en cuenta a esos tres niños que están jugando o al viejo aquel que del susto quizás me acompañe en el acto: no crea que me importa, se lo juro por Dios. Y se murió.
Busqué en el bolsillo interior de mi americana su foto, el pequeño recorte de la revista de unos grandes almacenes, la miré, se la fui pasando a los presentes para que me ratificaran que era cierto, que se trataba de ella, hasta el mismo instante en que levantaron el cadáver y se lo llevaron al instituto anatómico forense; entonces, decidido, cogí el coche y no abandoné la estela de la ambulancia, sorteando el tráfico intenso de la ciudad, incluso saltándome los semáforos en rojo y recibiendo abundantes improperios de viandantes y conductores.
No era el camino del instituto el que había tomado el último transporte de la mujer, al contrario, nos alejábamos de donde yo sabía muy bien que se hallaba, y empecé a dudar, a sentirme inquieto, sobre todo cuando percibí que de la puerta trasera de la ambulancia salía un hilo de líquido blanco, pegajoso, que el viento iba depositando en el parabrisas de mi coche.
Estábamos rodeando una plazoleta: una vuelta, y otra, y otra más, hasta que unos muchachos empezaron a aplaudir y el auto perseguido cambió de dirección, se metió por unas callejuelas estrechas a una velocidad de vértigo, la misma que yo llevaba, sin importarle otra cosa que perderme de vista, seguro, porque ya no me cabía la menor duda de que a la mujer la trasladaban a otro sitio, no al instituto.
La ambulancia no encontraba la forma de salir del atasco. Estábamos completamente parados en una bocacalle de acceso a una vía principal. Miré la ventanilla trasera pintada de blanco y la imaginé asomada, sonriendo, igual que el primer día que la conocí, con los labios untados por el mismo líquido pegajoso que continuaba estampándose contra el guardabrisas de mi coche, pero sin nariz, la cara rasa, y los dientes negros y crecidos como si quisieran echársele fuera de la boca.
Volví a buscar en la americana; llamé la atención del conductor de al lado, le dije que bajara la ventanilla, y le enseñé la foto: sí, era la misma mujer que llevaba dentro la ambulancia, aunque un tanto desfigurada, me afirmó complacido antes de arrancar bruscamente su auto para interponerse en mi camino; no lo dudé: un nuevo enemigo pretendía alejarme de ella para siempre.¡Maldito aprovechado! ―dije, y escupí por fuera con la intención de que me oyera.
Me preguntaba cuántos kilómetros habíamos recorrido, porque como mínimo ya llevábamos más de media ciudad visitada, con la única parada del atasco, y pensando en que la situación no tenía visos de cambiar miré el marcador del depósito de combustible y comprobé que aún tenía la mitad lleno.
Noté que una mano despintaba la ventanilla trasera de la ambulancia. Grité: "¡Mujer!". Cogimos una calle cuesta abajo. Grité: "¡Si no estás muerta: haz que pare, maldita seas!". Pero pude verla en la camilla, ahora con la nariz puesta, los ojos blancos, la tez pálida, los dientes revirados, sin la sonrisa de siempre y con unos zarcillos nuevos, rojos y verdes, bonitos, que le favorecían y la hacían más joven aún.

sábado, abril 29, 2006

Señor presidente (2)

La gente de la calle estaba a punto de sublevarse; unos hablaban de godos, otros de vándalos y algunos de gépidos; Luisita zapateaba de rabia y los nervios la hacían reír; un hombre tan gordo como pacífico solicitaba calma, aconsejaba pedir ayuda a la gente de las calles más cercanas y al mismo tiempo pretendía mostrarle al señor presidente su mejor faz, de perro servil; el niño de la pelota subió los siete peldaños hechos en la tosca y se puso al lado del que creía más débil.
―¡Ya está bien, idiota de mierda! ―le gritó el vecino de la casa número 1.
Entonces el señor presidente cambió de disco, puso otro del mismo autor, “Un idiota más”, y echándole un brazo por encima de los hombros al niño sonrió con un gesto de malicia y ternura al mismo tiempo.
―Uh. Uh, uh, uh ―probaba el niño con el micrófono alentado por el señor presidente-. Aquí está el hombre que más manda en esta calle.
―Bájate de ahí, inmediatamente ―le ordenó furioso su padre mostrándole una vara verde.
Había llegado el momento propicio. Estaban todos, incluso Josefa, profesora de universidad y parapléjica de todo menos de lengua, y don Ricardo el que fue gobernador de una provincia lejana, el cojo, y el mismísimo sacristán, hombre letrado y orador de fama y político infeliz venido a menos, y la tórtola, expectante sobre la araucaria limpiándose con una bandera.
El señor presidente se puso en pie, cogió la maleta y fue sacando distintas cosas que colocaba por orden sobre la pequeña mesa junto al tocadiscos. Una piedra estuvo a punto de abrirle la cabeza, pero entró en su casa como un obús.
―En esta mesa sagrada por mi poder, aparte de la pluma, instrumento indispensable, hay otras cosas mucho más importantes.
Los vecinos observaban con detenimiento cada uno de sus movimientos y el niño, al lado del señor presidente y caudillo, como el más diligente de los monaguillos, le iba alcanzando los objetos.
Una sierra o la calle bacheada que nadie se preocupaba de arreglar; el reloj despertador que siempre estuvo incrustado en la tosca, lleno de herrumbre y despiezado o el producto del abandono de don José, el relojero, capaz de comerse las cuerdas vencidas con tal de ahorrar; un tenedor de madera, sin dientes apenas, o el signo de la decadencia espiritual de las siete familias de la calle; un libro de páginas pegadas, con título pero sin autor, ennegrecido por el tiempo, o el depósito de la sinrazón de quienes no deseaban aceptar su poder supremo; y un látigo, acaso su fuerza; y una caja de repuestos para el micrófono y el altavoz, quizás lo único que le permitía demostrar su grandeza; y una media, seguro que encerrando el recuerdo de la cocinera del colegio de monjas.
―El poder, súbditos de esta calle, se demuestra ofreciendo, y yo, hoy que estamos reunidos por primera vez, lo pongo a disposición de todos, porque tal vez ustedes lo hagan mejor que yo.
Los vecinos de la calle aprovecharon aquel instante de debilidad: llenos de odio, sin la menor piedad, lo ataron con el cable del micrófono a la araucaria y lo dejaron al sol a pesar de sus lamentos, sin un sombrero, y sin nada puesto.

viernes, abril 28, 2006

Señor presidente (1)

Las siete casas de la calle eran iguales, unas frente a otras, menos la del señor presidente, construida sobre una tosca, novelera, al fondo junto al viradero. Un altavoz colgaba de la araucaria y tres banderas contadas de una nación mezquina pendían de su copa. Sonaba una canción, “La cerillera”, y el señor presidente, sentado en el quicial de la puerta, con el micrófono en la mano, los ojos cerrados y el rictus amargo esperaba la oportunidad para dirigirse a sus conciudadanos, contarle sus planes y obligarlos de paso a que le rindieran el culto que se merecía.
Un niño jugaba en el centro de la calle. La pelota, de colorines, rebotaba abajo en la base de la tosca, ahuyentando a las moscas concentradas en torno a un gato muerto. Cuando gritaba, decía ¡gol! con su voz de caña rota, el señor presidente abría los ojos y recordaba su niñez en el colegio de monjas jugando también a la pelota, pero de trapo, muchos dentro de una media vieja que le daba la cocinera, la mujer de su vida, madre y experta amante hasta su muerte dentro de una cacerola con agua hirviendo un día de santa Bárbara.
―Súbditos despreciables, somos idénticos a las gallinas, que cacarean más que lo que escarban.
Luisita se asomó a la puerta y trató de echarle encima los meados de toda la noche que aún reservaba en la escupidera con la mejor intención, pero no alcanzó al señor presidente, que impertérrito, sin retirar el micrófono, explicaba el daño que podía hacer una gallina si no se encluecaba, como Luisita, incapaz de parir un niño en tantos años de casada, siempre dedicada a su perro y despreciando al pobre diablo de su marido.
―Si fuese poeta les haría unos versos, pero Dios me ha puesto en este lugar para menesteres tan importantes que sólo yo puedo afrontar.
El niño le sacó la lengua y Luisita, sacudiendo la escupidera con una mano lo trataba de loco con la otra, pero tuvo su merecido, porque las órdenes del señor presidente fueron tajantes, y en la misma frente, una tórtola enferma, la dejó tan marcada como llena de mierda.
―El poder lo tengo yo. No hay pueblo sin gobernante. Entrarán por el aro o acabaré con todos.
Sacó un papel del bolsillo de la guayabera, se lo acercó a los ojos y rió tanto que el altavoz se tambaleaba sobre la araucaria: "Yo, el rey del universo de esta calle, de conformidad con el mandato de todos los astros, y que hago mío, lo nombro presidente vitalicio de su comunidad y caudillo de todos los seres que lo rodeen en vida, y hasta la muerte".
El vecino recién casado se bajó del coche, aunque antes le tocó la bocina y luego se cuadró ante el señor presidente, se puso a sus órdenes; de nuevo, “La cerillera” empezó a escucharse, y el joven le preguntó si le gustaban las putas: un rocío de piedras cayó sobre él dejándolo maltrecho; y más tarde, el presidente y caudillo, alerta ante el resto de sus vecinos y declarados enemigos que auxiliaban al recién casado, empuñó su mortífera arma cargada hasta los topes de la mejor sapiencia.
―Al hombre sin raza hay que dejarlo para cazar ratones; quienes le ayudan pierden su condición de ciudadanos y mi promesa de garantizarles la vida: el señor presidente los castigará.

jueves, abril 27, 2006

La reina del jazz (2)

―¡Abuela! ¡Abuelita!
Los bañistas intentaban descubrir a la autora de aquellas llamadas, salían del agua y se estiraban, se levantaban los tumbados al sol y un perro salió huyendo con el rabo entre las patas cuando Duke Ellington se propuso alegrar con su música las cuatro esquinas de la playa; nunca hasta entonces observó algo igual: una mariposa cargaba a su abuela, la traía aprovechando el movimiento de las olas, pero al rato desapareció sin dejar rastro alguno.
―¡Gracias, abuela! ―gritó lo que pudo y mirando lela al horizonte apoyó ilusionada los codos en el marco de la ventana.
―De nada, hija ―oyeron los que nadaban porque las palabras quedaron flotando en el agua.
La marea subía y la casa oscilaba cada vez más. La reina del jazz se propuso navegar y corrió a la cocina, cogió dos escobas y sin pensárselo mucho, desde la puerta principal, comenzó a remar con sigilo, intentando evitar la curiosidad de la gente, aunque un joven con los ojos vendados afirmaba escuchar unos platillos o el ruido de dos escobas barriendo el camino empedrado que bordeaba una casa construida en la orilla de un barranco.
―Eh, marinera: regresa.
El tocadiscos permanecía sobre una mesilla en el rincón del salón. La reina del jazz arrastró la yema de su dedo corazón sobre un disco de Bill Dodggett y lo encontró mojado con agua de mar, salada seguro porque se lo llevó a la boca, y decidió escuchar Part time love. Los pájaros, afuera, volando de una a otra orilla del barranco, fueron acallando sus trinos a medida que la música iba saliendo por la ventana y la puerta principal y el postigo de la cocina. Al rato, alguien, con cierto temor, tocó en la puerta y ella fue a abrir.
―¿Quién es?
La voz parecía llegar desde muy lejos. Al mismo tiempo, un arpa, o dos o tres, trataba de ahogar la pieza de Bill Dodggett, y lo consiguió, porque de repente se encontró en Paraguay, aunque dentro de su casa, pero a la orilla del río del mismo nombre, donde un indio macá y unos peces reflectantes daban la impresión de bailar una danza en su honor.
―Sigo prefiriendo mi barranco, y mi música: no quiero otra cosa, compréndalo.
Por primera vez la reina del jazz se sentía triste, aburrida, y su semblante se convirtió en una nube, o en una sombra helada y oscura, hasta que el arpa dejó de sonar y el jazz de nuevo le reanimó el corazón.
―Lo siento mucho, pero he de cerrar la puerta.
Y no tuvo bastante, porque desde que le dio dos vueltas a la llave, tapió el postigo de la cocina y condenó la ventana con unos tablones cruzados, hasta la fecha, nada se oye dentro, salvo una pieza de jazz, la misma, Light like that, cada media hora, y apenas un aliento desnudo.

miércoles, abril 26, 2006

La reina del jazz (1)

Había encontrado su nido de paz. Abajo, en la orilla del barranco, estaba la casa de su abuela: solitaria, blanca como el papel y cinchada con una franja azul, rodeada de ciruelos y perales, desapercibida entonces cuando florecían. En el tocadiscos Louis Armstrong se encargaba de transportarla a un lugar desconocido, sin salir de la casa, dentro de ella siempre, a veces impulsada por el viento y en otras ocasiones arrastrándose igual que un reptil cuadrado, y blanco también.
La reina del jazz se asomó a la ventana: un artilugio negro, herrumbroso, aparecía y se volvía a esconder igual que si se lo tragara la tierra, y tenía ojos azules, casi tapados por unas cejas boscosas, plateadas, que al parpadear sonaban a calderilla; un poco más allá, debajo de un sombrero enorme, tres hombres la saludaban, le hacían mohínes de amor, hasta que fueron atrapados por una telaraña, justo cuando ella les enviaba un beso volado, que se pudo ver desplazándose desde sus labios a los otros agradecidos receptores; pegado a la ventana, un niño tan pecoso como triste, le rogaba un terrón de azúcar, y la reina se hizo la despistada, mientras se recogía sus largos cabellos lacios en una cola, dejando su cara de estrella, amplia y lisa, en medio de un halo misterioso, hasta que Louis junto a Bottom Stompers dio por terminada su Wild man blues.
―No te vayas, por favor.
Se encontraba suspendida en la mitad de un risco, y una cañaheja, florecida y desafiante, avanzaba por el postigo de la cocina intentando alcanzarla, aunque se partió muy pronto y al caer sobre el tocadiscos hizo que Buck Clayton participara de su ensimismamiento: la trompeta sonaba entre sus piernas, le levantaba el vestido por encima de las caderas dejando su prenda interior al descubierto, roja como la sangre y con unos puntos negros aquí y allá, apenas nada.
―No soples, querido, que se me escapa la vida.
―Sólo sé amarte de esta manera, ¿comprendes?
―Sí. Pero no puedo remediarlo: tu música me deja aturdida.
Abandonó la ventana. Cerraba los ojos, estática en el centro del salón, tratando de recordar el lugar que acababa de ver, y no encontró otra cosa que la figura de su abuela, subida sobre una escoba, sonriente, amable y vivaracha como de costumbre, asegurándole que su casa sería para ella desde el día en que decidiera no regresar.
―Gracias, abuela: tu casa es un sueño.
Y se quedó dormida estando de pie. El cuerpo se le tambaleaba y de su gesto se desprendía una sensación de felicidad extraña; los brazos, perdidos al final de unas manos grandes y delgadas, parecían hallar un acomodo seguro, sostenidos en las caderas; y la espalda, casi desnuda, reflejaba una acequia rectilínea donde una gota de sudor pretendía encontrar un paraje insólito con la intención de regarlo.
―Despierta, muchacha, que ya hemos llegado.
No fue capaz de averiguar el tiempo que estuvo dormida. Decidida, desde la ventana, se fue en busca del barranco solitario, y no lo encontró, porque estaba en la orilla de una playa llena de gente, a un lado y a otro de la casa, con las olas batiendo débilmente la fachada y la brisa marina enredando sus cabellos ahora sueltos, algunos sobre la frente, tapándole la vista en parte, dispuestos a impedirle la imagen de una barca sin tripulante, con dos escobas en vez de remos y cargada de peras y ciruelas.

martes, abril 25, 2006

El lomo de los perillanes (2)

Leocadia, con su ojo nublado y cara de atontada, le guiñaba el ojo bueno a Pedro, lo invitaba a tomar café con leche de su termo y le proponía marchar solos para buscar nidos, sin embargo, él no estaba dispuesto, alegaba que le tenía miedo a los pájaros grandes y a los chicos si se encontraban en el nido.
―Este niño tiene problemas de adaptación.
Las cuatro parejas y Juanito Manuel emprendieron el camino. Rosario, la pelirroja, no dejaba a Ramón un instante, y el resto de las niñas coincidían en que, tarde o temprano, se casaría con un viudo.
―Por eso lleva la ropa tan arrugada siempre, muchacha ―afirmaba Fefa.
―Para mí, y si no espera que el tiempo me dé la razón, que está enamorada de su padre ―intentó concluir Leocadia.
―¡Jesús, no digas eso! -acabó diciendo Fefa sin pestañear.
Sofío tomó de la mano a María y le ayudó a levantarse, pero casi la echa a rodar risco abajo, porque puso todo su empeño en mostrarle lo fuerte que era, y María, recordando una vez más sus tres días de convento, sólo dijo: "¡Ave María!, ¡por Dios!". Ahora iban más lentos: Juanito Manuel delante, de explorador, y los otros detrás emparejados, en ocasiones hablando en baja voz, hasta que Pepe propuso cantar una canción de trabajo y Sofío se negó porque estaba ya muy cansado; más tarde, Ramón, expeditivo, hizo que se detuvieran, obligó a Juanito Manuel que contara y empujando a los demás consiguió su propósito de jugar al escondite.
―No se escondan mucho que tengo miedo ―decía Juanito Manuel buscando entre las retamas y los arbustos.
―Boreas: viento muy temido y respetado, hijo de Astreo, uno de los Titanes, y de la Aurora. Procedía del Norte y con su soplo podía conmover la superficie de la tierra ―recitaba con cierta letanía Pepe desde su escondrijo.
―Calla, estúpido, que no estás en el circo. O salen o grito pidiendo auxilio. ¡Ay, un viento!
La culpa del viento la tuvo Sofío, por comer demasiado; María no salió rezando, ni con cara de monja. Ramón parecía mucho más rejuvenecido y Rosario, nerviosa, contaba los hechos que le ocurrieron a su padre cuando enamoraba a su madre. Pepe se guardaba un papelito en el bolsillo mientras salía de unas retamas y Fefa de nuevo sostenía la cantimplora como si fuera de ella.
―¿Me das un buche de agua, Fefa?
―Agua no tengo, Sofío, pero si quieres leche.
Leocadia y Pedro habían encontrado un nido, con dos huevos y un pajarillo sin plumas, y después de mucho pensarlo volvieron a ponerlo en su sitio: daba gusto verlos de manos camino del hogar que habían destrozado. Y Juanito Manuel, hocicudo, sin mirarlos, se puso en marcha a paso ligero, aunque de vez en cuando a hurtadillas medía la distancia que lo separaba de sus compañeros.
Faltaba poco para llegar a un barrio de tres casas blancas. El grupo se afanaba por dejar atrás el lomo y encontrar la carretera donde el esfuerzo sería menor. Juanito Manuel saludó a un hombre viejo cargado con una escopeta y señalaba a los que se acercaban, más amanerado que nunca, ante el asombro de su interlocutor. María se sobrecogió enseguida, porque muy bien podía ser un loco, o el mismo diablo, y se hizo la señal de la cruz. Pepe, al pisar la carretera, se convirtió en un perfecto saltimbanqui y los demás al final aplaudieron, menos el lugareño, que hizo dos disparos secos.

lunes, abril 24, 2006

El lomo de los perillanes (1)

Ramón fue el último en llegar. Con sus cuarenta años sobre las espaldas, parecía un chiquillo: la camisa floreada, el flequillo revuelto y la media sonrisa en suspensión.
―Si no llego se aburren. No son nadie sin mí.
―Ni contigo tampoco, come mierda ―le espetó Juanito Manuel, tratando de hacerse un hombre.
Unos y otras se carcajearon. Pero pronto se pusieron en pie, se sacudieron los pantalones y emprendieron la marcha con la intención de recorrer el lomo, mirando a las dos vertientes, jugando, cogiéndose de la mano y tratando de destacar.
―¿Trajiste leche en la cantimplora, Fefa? ―dijo Sofío mientras movía la mole de su cuerpo como si trotara.
Fefa no respondió, ni pudo sofocar los colores que le invadieron la cara, quizás porque todos sabían que la cantimplora que llevaba era de Pepe, y a los dos les gustaba emparejarse durante las marchas; sin embargo, recuperada del susto, arremetió contra su malintencionado compañero, y señalándole el trasero con un bálago, llamando la atención, contó una historia acerca de la cesta que tenía su abuela.
Una liebre cruzó el sendero que marcaba el lomo. Pedro, el más joven de ellos, trató de cogerla, pero se quedó bajo las piernas de Sofío, y comentó después que él ya sabía lo que pesaba el cielo cuando se juntaba con la tierra. Cuando vieron desaparecer a la liebre risco abajo, sin pensárselo dos veces, como si se hubieran puesto de acuerdo, continuaron la marcha en cuatro patas, imitando a distintos animales.
María, la que fue monja durante tres días, rezaba alguna oración al final de la hilera, y Pepe, aspirante siempre a miembro de un circo famoso, aprovechando la ocasión, hacía piruetas arriesgadas sin importarle el peligro de los riscos.
―Ay, de mono, tendrías un éxito superlativo ―salió al paso Juanito Manuel.
―Más nativo será tu padre, maricón.
―Jesús, como se enfada por nada este hombre de circo barato.
No habían recorrido medio kilómetro, pero ya Sofío exigía un descanso para comer, y aunque ninguno se mostraba satisfecho de la decisión pararon, aprovechando la sombra de un pino desafiante a la tierra, como ave solitaria en lo más alto escarbando entre las piedras: las mochilas se esparcieron como las cartas sobre una mesa; la cantimplora de Pepe pasó a sus manos de las de Fefa, bajo la atenta mirada de Sofío, ya con las suyas ocupadas asiendo un pan exagerado y lamiéndose los labios de forma provocativa; Fefa, sabedora, se volvió de espaldas, sacó un tarro de mermelada y enseguida se vio rodeada de moscas.
―A un panal de rica miel... ―comenzó a decir Sofío, poniéndose la mano delante de la boca para que no se le escapara una miga.
―A un glotón sudoroso mató un amigo una vez, porque no cerraba la boca, ni se callaba, ya vez ―respondió Pepe mientras se hallaba dispuesto para tomar de la cantimplora.
―Ay, Pepe, rimas y te arrimas con la misma facilidad, pero siempre lo haces mal ―acertó a decir Juanito Manuel antes de que sobresaltara a todos con sus gritos porque lo picó un abejón―. ¡Me tocan todas las desgracias, Dios mío!