martes, abril 25, 2006

El lomo de los perillanes (2)

Leocadia, con su ojo nublado y cara de atontada, le guiñaba el ojo bueno a Pedro, lo invitaba a tomar café con leche de su termo y le proponía marchar solos para buscar nidos, sin embargo, él no estaba dispuesto, alegaba que le tenía miedo a los pájaros grandes y a los chicos si se encontraban en el nido.
―Este niño tiene problemas de adaptación.
Las cuatro parejas y Juanito Manuel emprendieron el camino. Rosario, la pelirroja, no dejaba a Ramón un instante, y el resto de las niñas coincidían en que, tarde o temprano, se casaría con un viudo.
―Por eso lleva la ropa tan arrugada siempre, muchacha ―afirmaba Fefa.
―Para mí, y si no espera que el tiempo me dé la razón, que está enamorada de su padre ―intentó concluir Leocadia.
―¡Jesús, no digas eso! -acabó diciendo Fefa sin pestañear.
Sofío tomó de la mano a María y le ayudó a levantarse, pero casi la echa a rodar risco abajo, porque puso todo su empeño en mostrarle lo fuerte que era, y María, recordando una vez más sus tres días de convento, sólo dijo: "¡Ave María!, ¡por Dios!". Ahora iban más lentos: Juanito Manuel delante, de explorador, y los otros detrás emparejados, en ocasiones hablando en baja voz, hasta que Pepe propuso cantar una canción de trabajo y Sofío se negó porque estaba ya muy cansado; más tarde, Ramón, expeditivo, hizo que se detuvieran, obligó a Juanito Manuel que contara y empujando a los demás consiguió su propósito de jugar al escondite.
―No se escondan mucho que tengo miedo ―decía Juanito Manuel buscando entre las retamas y los arbustos.
―Boreas: viento muy temido y respetado, hijo de Astreo, uno de los Titanes, y de la Aurora. Procedía del Norte y con su soplo podía conmover la superficie de la tierra ―recitaba con cierta letanía Pepe desde su escondrijo.
―Calla, estúpido, que no estás en el circo. O salen o grito pidiendo auxilio. ¡Ay, un viento!
La culpa del viento la tuvo Sofío, por comer demasiado; María no salió rezando, ni con cara de monja. Ramón parecía mucho más rejuvenecido y Rosario, nerviosa, contaba los hechos que le ocurrieron a su padre cuando enamoraba a su madre. Pepe se guardaba un papelito en el bolsillo mientras salía de unas retamas y Fefa de nuevo sostenía la cantimplora como si fuera de ella.
―¿Me das un buche de agua, Fefa?
―Agua no tengo, Sofío, pero si quieres leche.
Leocadia y Pedro habían encontrado un nido, con dos huevos y un pajarillo sin plumas, y después de mucho pensarlo volvieron a ponerlo en su sitio: daba gusto verlos de manos camino del hogar que habían destrozado. Y Juanito Manuel, hocicudo, sin mirarlos, se puso en marcha a paso ligero, aunque de vez en cuando a hurtadillas medía la distancia que lo separaba de sus compañeros.
Faltaba poco para llegar a un barrio de tres casas blancas. El grupo se afanaba por dejar atrás el lomo y encontrar la carretera donde el esfuerzo sería menor. Juanito Manuel saludó a un hombre viejo cargado con una escopeta y señalaba a los que se acercaban, más amanerado que nunca, ante el asombro de su interlocutor. María se sobrecogió enseguida, porque muy bien podía ser un loco, o el mismo diablo, y se hizo la señal de la cruz. Pepe, al pisar la carretera, se convirtió en un perfecto saltimbanqui y los demás al final aplaudieron, menos el lugareño, que hizo dos disparos secos.

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