miércoles, abril 26, 2006

La reina del jazz (1)

Había encontrado su nido de paz. Abajo, en la orilla del barranco, estaba la casa de su abuela: solitaria, blanca como el papel y cinchada con una franja azul, rodeada de ciruelos y perales, desapercibida entonces cuando florecían. En el tocadiscos Louis Armstrong se encargaba de transportarla a un lugar desconocido, sin salir de la casa, dentro de ella siempre, a veces impulsada por el viento y en otras ocasiones arrastrándose igual que un reptil cuadrado, y blanco también.
La reina del jazz se asomó a la ventana: un artilugio negro, herrumbroso, aparecía y se volvía a esconder igual que si se lo tragara la tierra, y tenía ojos azules, casi tapados por unas cejas boscosas, plateadas, que al parpadear sonaban a calderilla; un poco más allá, debajo de un sombrero enorme, tres hombres la saludaban, le hacían mohínes de amor, hasta que fueron atrapados por una telaraña, justo cuando ella les enviaba un beso volado, que se pudo ver desplazándose desde sus labios a los otros agradecidos receptores; pegado a la ventana, un niño tan pecoso como triste, le rogaba un terrón de azúcar, y la reina se hizo la despistada, mientras se recogía sus largos cabellos lacios en una cola, dejando su cara de estrella, amplia y lisa, en medio de un halo misterioso, hasta que Louis junto a Bottom Stompers dio por terminada su Wild man blues.
―No te vayas, por favor.
Se encontraba suspendida en la mitad de un risco, y una cañaheja, florecida y desafiante, avanzaba por el postigo de la cocina intentando alcanzarla, aunque se partió muy pronto y al caer sobre el tocadiscos hizo que Buck Clayton participara de su ensimismamiento: la trompeta sonaba entre sus piernas, le levantaba el vestido por encima de las caderas dejando su prenda interior al descubierto, roja como la sangre y con unos puntos negros aquí y allá, apenas nada.
―No soples, querido, que se me escapa la vida.
―Sólo sé amarte de esta manera, ¿comprendes?
―Sí. Pero no puedo remediarlo: tu música me deja aturdida.
Abandonó la ventana. Cerraba los ojos, estática en el centro del salón, tratando de recordar el lugar que acababa de ver, y no encontró otra cosa que la figura de su abuela, subida sobre una escoba, sonriente, amable y vivaracha como de costumbre, asegurándole que su casa sería para ella desde el día en que decidiera no regresar.
―Gracias, abuela: tu casa es un sueño.
Y se quedó dormida estando de pie. El cuerpo se le tambaleaba y de su gesto se desprendía una sensación de felicidad extraña; los brazos, perdidos al final de unas manos grandes y delgadas, parecían hallar un acomodo seguro, sostenidos en las caderas; y la espalda, casi desnuda, reflejaba una acequia rectilínea donde una gota de sudor pretendía encontrar un paraje insólito con la intención de regarlo.
―Despierta, muchacha, que ya hemos llegado.
No fue capaz de averiguar el tiempo que estuvo dormida. Decidida, desde la ventana, se fue en busca del barranco solitario, y no lo encontró, porque estaba en la orilla de una playa llena de gente, a un lado y a otro de la casa, con las olas batiendo débilmente la fachada y la brisa marina enredando sus cabellos ahora sueltos, algunos sobre la frente, tapándole la vista en parte, dispuestos a impedirle la imagen de una barca sin tripulante, con dos escobas en vez de remos y cargada de peras y ciruelas.

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