lunes, abril 24, 2006

El lomo de los perillanes (1)

Ramón fue el último en llegar. Con sus cuarenta años sobre las espaldas, parecía un chiquillo: la camisa floreada, el flequillo revuelto y la media sonrisa en suspensión.
―Si no llego se aburren. No son nadie sin mí.
―Ni contigo tampoco, come mierda ―le espetó Juanito Manuel, tratando de hacerse un hombre.
Unos y otras se carcajearon. Pero pronto se pusieron en pie, se sacudieron los pantalones y emprendieron la marcha con la intención de recorrer el lomo, mirando a las dos vertientes, jugando, cogiéndose de la mano y tratando de destacar.
―¿Trajiste leche en la cantimplora, Fefa? ―dijo Sofío mientras movía la mole de su cuerpo como si trotara.
Fefa no respondió, ni pudo sofocar los colores que le invadieron la cara, quizás porque todos sabían que la cantimplora que llevaba era de Pepe, y a los dos les gustaba emparejarse durante las marchas; sin embargo, recuperada del susto, arremetió contra su malintencionado compañero, y señalándole el trasero con un bálago, llamando la atención, contó una historia acerca de la cesta que tenía su abuela.
Una liebre cruzó el sendero que marcaba el lomo. Pedro, el más joven de ellos, trató de cogerla, pero se quedó bajo las piernas de Sofío, y comentó después que él ya sabía lo que pesaba el cielo cuando se juntaba con la tierra. Cuando vieron desaparecer a la liebre risco abajo, sin pensárselo dos veces, como si se hubieran puesto de acuerdo, continuaron la marcha en cuatro patas, imitando a distintos animales.
María, la que fue monja durante tres días, rezaba alguna oración al final de la hilera, y Pepe, aspirante siempre a miembro de un circo famoso, aprovechando la ocasión, hacía piruetas arriesgadas sin importarle el peligro de los riscos.
―Ay, de mono, tendrías un éxito superlativo ―salió al paso Juanito Manuel.
―Más nativo será tu padre, maricón.
―Jesús, como se enfada por nada este hombre de circo barato.
No habían recorrido medio kilómetro, pero ya Sofío exigía un descanso para comer, y aunque ninguno se mostraba satisfecho de la decisión pararon, aprovechando la sombra de un pino desafiante a la tierra, como ave solitaria en lo más alto escarbando entre las piedras: las mochilas se esparcieron como las cartas sobre una mesa; la cantimplora de Pepe pasó a sus manos de las de Fefa, bajo la atenta mirada de Sofío, ya con las suyas ocupadas asiendo un pan exagerado y lamiéndose los labios de forma provocativa; Fefa, sabedora, se volvió de espaldas, sacó un tarro de mermelada y enseguida se vio rodeada de moscas.
―A un panal de rica miel... ―comenzó a decir Sofío, poniéndose la mano delante de la boca para que no se le escapara una miga.
―A un glotón sudoroso mató un amigo una vez, porque no cerraba la boca, ni se callaba, ya vez ―respondió Pepe mientras se hallaba dispuesto para tomar de la cantimplora.
―Ay, Pepe, rimas y te arrimas con la misma facilidad, pero siempre lo haces mal ―acertó a decir Juanito Manuel antes de que sobresaltara a todos con sus gritos porque lo picó un abejón―. ¡Me tocan todas las desgracias, Dios mío!

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