jueves, abril 27, 2006

La reina del jazz (2)

―¡Abuela! ¡Abuelita!
Los bañistas intentaban descubrir a la autora de aquellas llamadas, salían del agua y se estiraban, se levantaban los tumbados al sol y un perro salió huyendo con el rabo entre las patas cuando Duke Ellington se propuso alegrar con su música las cuatro esquinas de la playa; nunca hasta entonces observó algo igual: una mariposa cargaba a su abuela, la traía aprovechando el movimiento de las olas, pero al rato desapareció sin dejar rastro alguno.
―¡Gracias, abuela! ―gritó lo que pudo y mirando lela al horizonte apoyó ilusionada los codos en el marco de la ventana.
―De nada, hija ―oyeron los que nadaban porque las palabras quedaron flotando en el agua.
La marea subía y la casa oscilaba cada vez más. La reina del jazz se propuso navegar y corrió a la cocina, cogió dos escobas y sin pensárselo mucho, desde la puerta principal, comenzó a remar con sigilo, intentando evitar la curiosidad de la gente, aunque un joven con los ojos vendados afirmaba escuchar unos platillos o el ruido de dos escobas barriendo el camino empedrado que bordeaba una casa construida en la orilla de un barranco.
―Eh, marinera: regresa.
El tocadiscos permanecía sobre una mesilla en el rincón del salón. La reina del jazz arrastró la yema de su dedo corazón sobre un disco de Bill Dodggett y lo encontró mojado con agua de mar, salada seguro porque se lo llevó a la boca, y decidió escuchar Part time love. Los pájaros, afuera, volando de una a otra orilla del barranco, fueron acallando sus trinos a medida que la música iba saliendo por la ventana y la puerta principal y el postigo de la cocina. Al rato, alguien, con cierto temor, tocó en la puerta y ella fue a abrir.
―¿Quién es?
La voz parecía llegar desde muy lejos. Al mismo tiempo, un arpa, o dos o tres, trataba de ahogar la pieza de Bill Dodggett, y lo consiguió, porque de repente se encontró en Paraguay, aunque dentro de su casa, pero a la orilla del río del mismo nombre, donde un indio macá y unos peces reflectantes daban la impresión de bailar una danza en su honor.
―Sigo prefiriendo mi barranco, y mi música: no quiero otra cosa, compréndalo.
Por primera vez la reina del jazz se sentía triste, aburrida, y su semblante se convirtió en una nube, o en una sombra helada y oscura, hasta que el arpa dejó de sonar y el jazz de nuevo le reanimó el corazón.
―Lo siento mucho, pero he de cerrar la puerta.
Y no tuvo bastante, porque desde que le dio dos vueltas a la llave, tapió el postigo de la cocina y condenó la ventana con unos tablones cruzados, hasta la fecha, nada se oye dentro, salvo una pieza de jazz, la misma, Light like that, cada media hora, y apenas un aliento desnudo.

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