miércoles, mayo 31, 2006

Mediodía de silencio y muerte (1)

Doblan las campanas en el pueblo donde aún los hombres se quitan el sombrero para entrar en las oficinas municipales. Un funcionario con mirada cansina y un portafolios en la mano se ata un zapato en el centro de la calle. Las palomas van del campanario a algún lugar secreto en busca de agua y regresan en seguida. El mediodía, plano, sofocante, deja entrever un silencio ficticio, sólo roto por Sinforosa, tan loca como siempre, escondiéndose en los portales para asustar a las moscas.
―Adiós, Ramirito.
―Con Dios, muchacho.
Ramiro aprovecha la sombra de la puerta chica de la iglesia, con el virginio en la boca, apoyando su barbilla en el puño del bastón, pensativo, viendo el alma del calor ascendiendo desde el asfalto hacia el cielo. La mujer de Ramiro, enfrente, detrás de la ventana, lo mira con cariño, igual que lo ha hecho durante los últimos sesenta años. Continúan doblando las campanas, y nadie sabe quién decidió cerrar su libro de bitácora.
―Cómo le va, Ramirito.
―Bien, hombre. Bien, carajo.
El funcionario, más cansado que nunca, cruza la calle y se va en dirección al bar, y pronto se escucha dentro el roce de unos vasos, o de jarras de cerveza. El viejo Ramiro se moja los labios y recuerda mejores tiempos. Una guitarra suena lejana en alguna calle más abajo, tal vez la del afilador, esperando la tardecita para ganarse un duro con el fresco. Un taconeo débil se acerca, lento, al mismo ritmo, como si fuera mecánico.
El sol no tiene sentimientos. Algunas cigarras perdidas buscan pasto en el alquitrán revenido. Un perro vagabundo se echa junto a Ramiro, le mueve el rabo primero en señal de saludo y se duerme poco después. Suena la campanada de la una, entre un doble y otro doble en honor de un muerto desconocido.
―Nadie se debe morir un día de calor como éste, carajo.
―¿Decías algo, Ramiro?
―Nada, mujer. Nada. Hazte para atrás que coges una insolación.
Las campanas pueden doblar por el pueblo muerto. El herrero ha decidido dar dos martillazos, sólo dos, porque tampoco tiene valores para uno más. El perro se despierta sobresaltado al escuchar los gritos de Sinforosa, arrodillada en la escalinata que da acceso al atrio del templo, sin sentir el fuego bajo las rodillas, quizás porque su mente calenturienta le impide percibir otras sensaciones menores, y clama al cielo, solicita suerte para los veinte hijos que asegura haber parido; un ángel de la guarda la coge por el talle y se la lleva camino de su casa, pero ella no se fía, vuelve a gritar, a pedir auxilio, porque no desea que le hagan el hijo número 21; al fin, el perro se duerme de nuevo, poco antes de doblar las campanas una vez más.
―¿Qué se ha muerto alguien, Ramirito?
―Seguramente, carajo. Pena que las campanas aparte de anunciar la muerte no digan también el nombre.
El barbero se asoma a la puerta de la barbería. La calle desierta frustra su existencia. El

martes, mayo 30, 2006

Noche de copas y loros (2)

Con los primeros cortes a la pata de cerdo salió a relucir la pelirroja, la hija del viudo patrón de barco de pesca que vivía cerca del cementerio. Sólo el flaco le había seguido la pista: se casó con un moro cojo y al día siguiente la mató un camión. Recordaban aquellas serenatas con instrumentos tan peculiares como latas vacías de aceite de oliva y botellas de anís; no se olvidaban de las partidas con los dados, bajo el ficus que oscurecía una buena zona delante de la casa, para jugarse el orden de las visitas; tampoco podían callarse, entre carcajadas y brazos en alto y algún aplauso esporádico, que al gordo siempre le tocaba el último, cuando en el depósito ya se había formado un lodazal, tal como decía él entre bromas y veras.
―El destino, amigos, desde aquel entonces, me tenía reservado la profesión que hoy desempeño de empresario dedicado a la venta de leche.
―¡Si Ramona se enterara! ―dijo el rubio.
―Tal vez, cosa que no dudo, me aconsejaría que abriera otra fábrica. ¡Joder con el afán que tiene por ganar dinero!
Aún salieron a relucir otros recuerdos imborrables, como el día en que citaron a sus respectivas novias para celebrar una fiesta un domingo por la tarde en la casa del hombrón y se olvidaron de ellas por culpa de unas extranjeras viejas, o la despedida de soltero del flaco que acabaron en los cuartelillos de un pueblo y casi no llegan a la hora de la boda, o la ocasión en que decidieron vestirse de fantasmas y asustar al vecindario saliendo apaleados, y hasta la noche del Sábado Santo, que las copas les dio por irse a confesar y el cura los echó de la iglesia con malos modos.
―Yo se lo digo a mi mujer: "No voy, Felisa; qué no voy, carajo, porque me echaron un día" ―aseguró convencido el gordo―. Cuando nosotros lleguemos al cielo ya tendremos justificación, cosa que otros no podrán decir, compañeros.
El flaco había oído la palabra dinero. Las cosas le iban mal, y empezó a recibir mil consejos, otros tantos reproches, lo tachaban de torpe y le abrían los ojos con el y si no fíjate yo en poco más de 10 años, pero ni una sola peseta, ni siquiera el aval para sacar un crédito que le iba a servir para cancelar otros tres más caros, y se quiso ahogar con la enésima copa.
―Come, macho, y piensa que todo va saliendo; y bebe menos, joder ―dijo el hombrón.
La última frase, la del yo entre alucinaciones, cuando los loros se pisan las palabras, comenzó a predominar, junto a ¿nos echamos otra? y al ¡total! El hombrón no había conseguido riquezas, sin embargo, se conformaba, porque él aspiraba a ser un hombre, no un esclavo de la vida, mientras, el rubio le decía al flaco: "Yo, aunque tú no lo creas, y mi mujer, también, hemos volcado nuestras vidas en un precioso gato, ya que Dios no ha querido darnos hijos: ¡ni dinero, ni letras, ni nada!" El calvo, subiendo el tono de voz, sabía que la gente no lo apreciaba, pero sólo él era conocedor del corazón tan grande que llevaba dentro y de las limosnas que entregaba a menudo, y el flaco se tomaba la penúltima y decía claro, claro. Por fin, el gordo, balbuceando, recordó a su secretaria y a Felisa, su mujer, y a su mujer y a la secretaria, y a las dos confundiéndolas, porque ya no necesitaba jugar a los dados.
Aquella misma noche alguien oyó a unos hombres dando una serenata frente a la puerta del cementerio.

lunes, mayo 29, 2006

Noche de copas y loros (1)

Los cinco que se creían magníficos entraron casi a un tiempo en la estancia. El más gordo y bajo de ellos, levantando los brazos, riendo sin gracia, dijo que por fin estaban juntos, bueno, y bien surtidos también, mientras le echaba el brazo por encima al más flaco, que ya se servía una espléndida copa de ron y sorteaba en un plato blanco de plástico la elección de una aceituna negra.
―Calma, hermano ―le dijo el gordo al flaco―, espera para brindar por este reencuentro después de tantos años.
―Lo siento, primo, hace mucho tiempo que perdí la paciencia y que esperaba este momento.
Levantaron las copas, las chocaron con ganas, tomaron seis veces seguidas, menos el flaco, que lo hizo una más. El rubio, un hombre con mirada triste y de cuerpo excesivamente blanco, alzó la copa rogando a la vez que el próximo año no olvidaran la cita, porque las amistades había que alimentarlas, y mirando las viandas estuvieron de acuerdo, es más, dos al unísono coincidieron, con el asentimiento del resto, en que eran unos abandonados. El de carácter más fuerte, un hombrón de casi dos metros, tomó la palabra luego y la aprovechó al ver tan interesados a sus amigos; dijo que la amistad era algo más que beberse unas copas juntos, que algún santo, o Dios mismo, debió crearla con la única intención de que los hombres se ayudaran unos a otros; y se brindó a secas, nada más. No quiso dejarlo para más tarde el calvo de gesto antipático, porque temía que se le perdiera la frase que consideraba lapidaria: "Por los hombres, por los humanos, por nosotros los aquí presentes, que hemos sido capaces de convertirnos con el tiempo en ejemplares cabezas de familia". El gordo y gracioso, con premura, apenas llegaba a ejecutar el sorbo correspondiente, ascendió su copa con ambas manos, se puso en el centro de los reunidos, fue realizando el tin, tin con cada uno, se mantuvo en silencio breves instantes y espetó: "Brindo porque veo a mis amigos felices. Brindo porque Felisa no me va a controlar las copas que me voy a echar. Brindo, me cago en la leche, porque no escucho ningún chiquillo llorar". Rieron con ganas, y ya sólo faltaba el flaco, quien se hizo rogar, no encontraba su brindis ni tomándose lo que le quedaba en la copa, ni llenando otra hasta el borde, pero al fin lo logró: "Que de este encuentro salga con todas mis deudas satisfechas". Y todos después brindaron por la vida.
Sentados alrededor de una mesa formada por un tablón sobre unas cajas de madera, comiendo con glotonería y bebiendo como si no lo hubieran hecho en otra ocasión, pronto llegó la fase del te acuerdas. El flaco, bebedor empedernido desde su juventud, recordó como bajo una borrachera, la noche de Reyes, se le ocurrió regalarle, muy bien envueltos en papel de estraza, un par de huevos al cura y otros tantos al afeminado del sacristán.
―Se le rompieron desde que se los diste, ¿te acuerdas? ―señaló el calvo.
―Es que a los jodidos les gustaba mucho apretarlos ―sentenció con una risa estentórea el gordo.

jueves, mayo 25, 2006

La historia maldita de la señora Rita (2)

No perdió la compostura ni con 16 años: paseaba con su novio rozándole apenas las manos, elegante, con pasos firmes y mirada altiva; su hermano de leche la llamó a gritos desde la puerta de una sala de juegos, le dijo: "Rita, maldita"; ella se paró en seco sin girarse primero, y volvió a escuchar las mismas palabras, ahora junto a los aspavientos de su novio; entonces le puso una mano en la boca para que se callara al que pensaba que iba a ser su esposo, se dio media vuelta y lentamente, sin quitarle la vista de encima, se dirigió hacia su hermano con la intención de abofetearlo y darle una lección, pero no hizo falta, porque cayó fulminado al suelo vomitando sangre sin saberse el porqué.
―Hay gente que nace con un sino de desgracia en el semblante, y la acarrea sin que se le vea sobre los hombros.
―También lo tienen metido en el corazón, créame usted.
Ya llevaba más de 7 años en el convento sin salir una sola vez. La madre superiora le recomendó que estuviera en contacto con el exterior, allí donde Dios ponía su mano y le iba a exigir disposición, y de la mano de su confesor volvió a sentirse viva, aunque había perdido el hábito de defenderse ante los hombres.
―Si de perder el hábito se trata, tal vez ocurriera lo que estoy pensando.
―A mi entender, y perdone la expresión, no hay que ser muy listo para imaginárselo.
Tocan las campanas en el convento de las clarisas antes de desplomarse el campanario. Un niño grita a la vida y un confesor muere bajo el peso de las campanas y los cantos. La madre superiora reza en la capilla, pide a Dios que no sea el fin del mundo, y las hermanas luchan en su interior para que no se les despierte el sentido de la maternidad. Rita se limpia las lágrimas y el sudor y la sangre.
―A veces uno piensa mal.
―Entonces es cuando se razona bien, sin duda alguna.
Tampoco tuvo la suficiente leche la señora Rita con que amamantar a su hijo, como su santa madre. Instalada en una casucha terrera en medio de la ciudad, en un vecindario de rameras viejas con cuota de cinco duros y algunas de mediana edad, en pocos días encontró un ama de cría que alimentara a su hijo, los mismos que necesitó para convertirse en señora.
―¿Es verdad que el niño le comió el pezón a la ramera y se desangró en el acto?
―Algo pasó. Es posible: ¡se han dicho tantas cosas! Lo cierto es que el hijo de la señora Rita mordía todo lo que se pusiera a su alcance, era como un perro maldito.
El barrio no se movía sin su permiso. Los chulos se fueron en estampida y el farruco y corpulento que le hizo frente, un sábado a la hora de la siesta, mientras desafiaba desde el centro de la calle a la señora Rita con la intención de que saliera y rajarla allí mismo, se hundió en las miserias humanas: la tapa de la alcantarilla que pisoteaba cedió por su excesivo peso, y pidió auxilio, y dijo: "Rita, maldita: ayúdame que voy a morir ahogado en la mierda".
―¿Colocaron un tablón de madera encima del agujero?
―Ella misma. Y luego se puso a rezar el rosario.
El día que se fugó su hijo se acordó de las monjas y regresó al convento, horas antes de que el vetusto edificio fuera pasto de las llamas sin que pudiera salvarse una sola; sin embargo, ni carbonizado apareció el cuerpo de quien protagonizó la historia maldita de la señora Rita.

miércoles, mayo 24, 2006

La historia maldita de la señora Rita (1)

El mismo día que cumplió los treinta años la abandonó su novio, eso fue un domingo, y el lunes siguiente se marchó corriendo al convento de las clarisas y se hizo monja, para desgracia de la comunidad religiosa.
―¿Qué fue monja la señora Rita?
―Y de las buenas, sí señor.
Rita nació tal día como hoy, un 13 de agosto, en medio de una tormenta de verano, justo cuando un rayo partió a su padre y al caballo que montaba por la mitad, allá muy cerca del tabuco, donde a los 14 años le entregó todo a su novio a las 12 en punto, sin un reparo, confiada en que aquel hombre la llevaría al altar y estaría a su lado hasta el final de sus días.
―Las vueltas del mundo son muy grandes.
―No: grandes hijos de perra son los hombres, que siempre se han creído que el mundo está a su disposición.
Criada por una vecina, nunca mejor dicho, amamantada como Dios manda incluso con los 4 años cumplidos, la vida de Rita se convirtió en constantes eslabones de una cadena partida que se iban separando poco a poco, el primer trozo antes de entrar al convento y el segundo después de salir de él con un hijo bajo el brazo, sin pan y sin hábitos, pero decidida a ser una verdadera señora, respetada, tan querida como odiada, decidida a cumplir con los designios de Dios.
―Y qué es del hijo. ¿Se sabe algo?
―Nada. Alguien dijo que salió de madrugada montado en el caballo de su abuelo, el que partió un rayo por la mitad, y hasta la fecha.
Por su culpa, la vecina y ama de cría, mató a su marido. Estaba aprendiendo a coser cuando él entró; la mujer le preguntó a su marido que de dónde venía, sin mirarlo apenas; él le contestó que del bar, que había estado echando una partida de cartas con los amigos, como de costumbre; Rita dejó la labor, lo miró profundamente a los ojos, le puso una mano sobre el regazo a su madre de cría y le dijo que mentía, que nunca entraba al bar ni a tomar café, que todas las tardes se pasaba horas en casa de Josefa, adonde llevaba regalos, comida, y vestidos lindos.
―¿Lo mató?
―Allí mismo quedó despatarrado, y en el juicio más tarde, fíjese usted, lo único que no se aclaró fue quién le clavó una aguja en los ojos.
Ya las monjas la conocían, pues el mismo día del crimen la recogieron por una semana, junto a su hermano de leche. Cuando tocó en la puerta, ese domingo, serena, dueña hasta de sus párpados, la madre superiora trató de tomarla por el brazo, pero arisca, sin dejarse tocar, le dijo que le echara una mano para destinar su vida a Dios y olvidarse de los hombres.
―Siempre me pareció una mujer de temperamento, entera.
―Una vez oí decir que la escucharon llorando.

martes, mayo 23, 2006

Camino de la oscuridad (2)

No contestó. Avanzaba entre vitrinas y mesas y estanterías como si sorteara su destino: la figura enflaquecida de Caridad parecía intentar recorrer todos los pasos que había dado el mundo en un santiamén; hasta que llegó al final, y lo esperó bajo el marco de la puerta principal, paciente, temblorosa, con los brazos en jarras, muy parecida a un espantapájaros.
―¿Tú qué pretendes, zoquete? ¿Te parió tu madre para reírte de mí?
―¿Cómo te atreves, mujer?
La momia se movió por primera vez en el último siglo al darle Caridad la bofetada que tanto meditó, y despavorida, huyó del lugar mirando hacia atrás de vez en cuando, mientras sorteaba con negligencia el intenso tráfico.
¿Por qué a ninguna de las dos le había preguntado su profesión? Pensó en seguida que una mecanógrafa podría ser su mujer ideal, aquella que en el lecho de muerte le definió su santa madre, y marchó en su busca: escaleras abajo del centro comercial, seguro de sí mismo, raudo, recordó a la chica rubia de la agencia de viajes.
Apoyado en la pared, frente a la cristalera llena de ofertas para disfrutar unas merecidas vacaciones, decidió esperarla; sin quitarle la vista de encima, siempre escribiendo a máquina, por el hueco que dejaba un camello de Africa abajo y una morena del Caribe arriba, rogaba a todos los santos para que aquélla fuese su prenda hembra, la que con verdadero ahínco buscaba y no lograba encontrar; y al verla levantarse y sacudirse su falda azul, sintió un repentino dolor en el pecho, y tuvo que sentarse, revolcarse casi sobre la acera hedionda, hasta que ella pasó muy cerca y se preocupó por su estado.
―¿Te ocurre algo?
Jamás había escuchado un tono de voz tan dulce, ni vio moverse unos labios de una forma tan delicada y un talle rayando la perfección sobrenatural.
―¿Me ayudas a levantarme? ―alcanzó a decir extendiendo su brazo.
Caminaron despacio uno junto al otro sin decirse algo. Atrás quedó la agencia de viajes, el viejo banco de piedra en medio de la renovada plaza y la calle de acceso al centro comercial. Por el paseo, entre cocoteros y farolas igual que gigantes, él se decidió a contarle sus experiencias con las dos únicas mujeres que había pretendido en su vida.
―¿Tanto necesitas una compañera? ―le espetó ella con calculada curiosidad.
―Sí: igual que respirar.
―También yo te puedo rechazar.
Él no quiso escucharla y se limitó a entrelazar sus dedos con los de ella percibiendo un calor distinto al de las otras; luego, sin la menor duda, la besó entusiasmado una, dos y tres veces seguidas, con besos urgentes, parado frente a Noelia, la mecanógrafa, quien sin perder la compostura, usando las partes prolongadas en que terminaban sus manos y que más oficio tenían de todo su esbelto cuerpo, le brindó hacer un viaje a las tinieblas.
En la inmensa oscuridad, después de sus escandalosos fracasos con las mujeres, decidió buscarse un amor entre los hombres.

lunes, mayo 22, 2006

Camino de la oscuridad (1)

Con María estuvo en el parque zoológico y no lo pasó mal; si acaso, el peor momento que tuvo fue cuando estaba frente a las monas, porque todas se le parecían a ella.
―Lo siento, María ―le dijo―, pero esa ha de ser, como mínimo, prima hermana tuya.
―¡Mira que eres hijo de perra!
El olor de los animales lo enloquecían. Mirando a una cebra perdió el sentido. Nada más estar frente a los elefantes se puso el sombrero, se echó a María al hombro y trató de subirla sobre el lomo de uno de ellos.
―¡Estás loco!
―Vámonos a la India, María. Allí nos llegará el amor.
―Si no me tratas de mona, tal vez: tengo que pensármelo.
El guardián del zoológico los bajó a porrazos. La gente se arremolinaba en torno a los elefantes y él, lloroso y cabizbajo, reivindicaba la libertad necesaria para ir a la India sin desentonar.
―¿No haces el indio, tú?
―¡Calla, mona de mierda!
Allí mismo la perdió, en la puerta del parque, aún los guardias pendientes de ellos no fuera que lo intentaran de nuevo: María salió corriendo y gritando, diciéndole que era un loco hijo de perra y amenazándolo con que lo mataría desde que tuviera oportunidad, aunque fuera en la India.
La cogió por el brazo levemente y le pidió que entrara en el museo. Una momia, flaca como un palillo de dientes, le sonrió, y él se puso a comparar, en silencio, estático, sólo girando el cuello a un lado y a otro, ante la sorpresa de Caridad, apenas sabedora de quién era su acompañante.
―¿No se te parece a alguien conocido? ―le preguntó sin cambiar de postura.
―¿Es una broma?
Caridad fue avanzando entre los sarcófagos, en algún instante asustada, mirando con detenimiento sobre todo las vasijas de barro que había en las estanterías colocadas en la pared, sin preocuparse de su acompañante, pero poco más tarde él la llamó, le dio un silbido suave desde el extremo opuesto de la sala.
―Caridad, ya sé a quien se parece: es tu misma cara, incluso tiene idéntica dentadura a la tuya.
Ella no dijo cosa alguna, sin embargo, lo aborreció desde aquel momento, aunque aprovechó para seguir viendo el museo, con la mayor tranquilidad, como si nada hubiera sucedido.
―¿No estás enfadada, verdad? ―le dijo haciéndose las primeras ilusiones con una mujer, detrás de ella como un perro faldero.
―Qué va. Y te agradezco que me hayas traído, porque desde aquí se ve a la gente de otra manera.
―¿A mí, por ejemplo?

jueves, mayo 18, 2006

La mesa de las siete esquinas (2)

El enemigo estaba en la mesa. El jefe sacó un puñal con mango amarillo y forma de plátano y se lo puso sobre la palma de la mano, ofreciéndolo, pero ninguno se atrevió a cogerlo para hacer uso de él. De repente, como si saliera de las entrañas de la tierra, empezó a escucharse el Concierto para violín y orquesta número 3 en sol mayor de Mozart. Nadie pestañeaba. Las llamas empezaron a balancearse, primero poco a poco, más tarde casi perdiéndose.
―Dios está arriba, y abajo, y aquí dentro, desde luego. Él delatará, de un momento a otro, al cobarde de nuestra patria, y de una forma muy simple: apagando su vela.
El hombre bajo y con patillas se quitó el sombrero y cubrió su llama en parte. La mujer arropó la suya con las manos. El más viejo de ellos, despreocupado y mostrando un valor que no tenía, se limitó, arrastrando dos veces la silla sin dejar de estar sentado, a alejarse de la mesa para que su respiración no ayudara al destino. Y el más joven de ellos, al que trataban todos como un muchacho, después de estudiar la situación y ver su llama más intensa que las demás, sonrió con malicia.
―No nos queda sino esperar, caballeros, y señora.
Los otros dos asistentes, gemelos, de tez granulada y cejas cortadas, se limitaban a mirar la barbilla del jefe tratando de encontrar sus ojos, pero no lo lograban.
―La cobardía está en una esquina, y pronto se sabrá ―dijo a media voz la mujer-, porque yo no he sido: lo juro por Dios.
Una corriente de aire empezó a circular sobre la mesa como a propósito. Menos el jefe, siempre manteniendo su altanera postura, los demás se sentían abatidos, con el rictus contraído y la mente puesta en el hueco de salida hacia el exterior por donde escapar.
―Yo creo que esto es una locura más de la revolución, de su forma de llevar las cosas para conseguir la independencia ―dijo el gemelo que parecía más calvo.
La llama del hablador se tambaleó, inició un deterioro constante, igual que la de la mujer, aunque la de ésta daba la sensación de tener más futuro.
―Si mi vela se apaga, yo haré frente a nuestra nación: no estoy dispuesto a morir sin ser juzgado, y mucho menos siendo inocente como lo soy ―espetó el muchacho ahora tratando de cuidar la suya como los otros, sin su sonrisa escuálida.
―¡La rebelión se castiga con la horca, caballeros, y señora!
El aire se movía igual que una serpiente, lento, parsimonioso, arrastrándose de esquina en esquina, provocando sustos de muerte. El hombre del sombrero, al pasar junto a su vela quiso respirar tranquilo, pero lo dejó para mejor ocasión; el segundo gemelo, el de más pelo, se meó algo y casi se desmaya al comprobar que su llama se extinguía por momentos hasta que se recuperó luego, y a su hermano, sin poder evitarlo, le entró un tic nervioso sobre el ojo izquierdo; la mujer, llorosa ya, comprobaba que la serpiente de aire hacía una parada demasiado larga frente a su vela, no quería alejarse; y el viejo y el muchacho se despidieron al ver sus llamas casi apagadas, con una palmada en la espalda y un adiós entrecortado.
Pero ocurrió lo que ninguno pensaba: la vela del jefe se apagó; y al dar la cara por primera vez se le partió el cuello, y su cabeza rodó por las siete esquinas hasta que cayó al suelo, y desde un lugar tan bajo dijo: "Yo soy el traidor".
El viejo, por sabio, no pudo callarse: "Pocos son los traidores que no mandan”.

miércoles, mayo 17, 2006

La mesa de las siete esquinas (1)

El sol estaba en lo más alto, pero ellos se encontraban en penumbra dentro de la cueva. La mesa, en el centro, alumbrada por siete velas en cada una de sus esquinas, parecía más bien un sepulcro. Todos, formando un corrillo, esperaban la orden de su jefe más inmediato para tomar sus respectivos asientos, fumando con desespero.
―Ya es la hora, caballeros, y señora.
Sin articular una sola palabra se sentaron, mirándose unos a otros, interrogándose, frunciendo el seño. El jefe, un hombre gordo y de mal carácter, con la cabeza levantada como buscando algo en el techo oscuro de tierra y piedras, levantó un brazo y lo dejó caer sobre la mesa con fuerza. La mujer tembló un poco más que los cinco hombres y a uno de éstos le entró hipo, que ahogó a duras penas poco después.
―Ninguno de ustedes dudará, me imagino, cuál es el asunto que vamos a tratar hoy.
¿Quién fue capaz de toser y apagar la vela del jefe? ¿Podría costarle la vida al atrevido? ¿Por qué no se molestó en bajar la cabeza y mirar? Jamás cambiaba de postura, se mantenía mirando hacia arriba, quizás para amortiguar su voz de loro en el techo abrupto.
―Necesito los informes. Quiero escucharlos uno a uno, sin titubeos. De aquí saldremos con la decisión bajo el brazo, no voy a permitir más dilaciones.
El de menor estatura, con unas patillas que le llegaban mucho más abajo del final de las orejas, se repantigó en su silla y miró a los otros despacio, guiñándoles un ojo, mientras les enseñaba la cara de una moneda.
―Podríamos empezar por usted, señora. ¿Ya ha conquistado a los generales? ¿Los tiene bajo su dominio o aún prefieren a sus esposas?
Ella se puso las manos en la cara, avergonzada. Explicó que nunca creyó que la causa le exigiera tantos sacrificios, pero aseguró que sí, que todo estaba bajo su control, que había citado a los tres generales en un hotel a la hora convenida y que nada iba a fallar.
―La tropa, señor, no tendrá quien los mande. Los soldados se convertirán en unos guiñapos ante nuestra bandera izada en lo más alto de la ciudad.
La mujer sacó un papel, lo puso sobre la mesa y trató de explicar los pasos que había dado, sin embargo, el jefe, con un grito desgarrado, le ordenó que quemara en la vela aquella prueba: ¡Cómo hay que decirles que no quiero un solo documento! ¡En la cabeza, joder, en la cabeza! Y ella, temblorosa, cumplió la orden, mientras afirmaba que por su parte la conspiración no se iría a pique, que los tenía bien atados.
Entonces se produjo un hecho insólito: la vela que estaba apagada volvió a encenderse, aunque ninguno de ellos lo hizo, ocurrió como por encantamiento; sin embargo, aquel hecho que parecía de menor importancia, desató la furia y el terror sobre la mesa de las siete esquinas.
―¡Aquí hay un traidor! ¡La conspiración se ha venido abajo! Nadie saldrá de esta cueva sin yo saber quién ha encendido una vela. En nombre de nuestra incipiente nación, yo mismo le daré muerte para escarmiento de todos.
―Yo no he sido -contestaron al unísono los reunidos.

martes, mayo 16, 2006

La viuda de los comediantes (2)

No sé por qué intuí que la última casa de la derecha, sin puerta ni ventanas, era el banco que buscábamos desde hacía casi media hora, veinticinco minutos exactos, cosa que pude comprobar mirando el reloj a duras penas, pues la viuda se apresuró aún más mientras nos acercábamos.
―No veo ningún rótulo de banco, señora.
―Pues está muy cerca, caballero, y no se vaya a sorprender, ni a gritar, porque por aquí nadie lo va a oír.
Me acordé de mi padre en seguida:
―Las apreciaciones suelen ser falsas a menudo, hijo.
No pude hacer otra cosa que ponerme tenso, esperar acontecimientos, revolver en la mente para defender mi integridad si llegaba el caso.
―Pase usted primero.
Sólo las cuatro paredes. El suelo, de azulejos antiguos, estaba recién barrido, y en él se notaba el lugar que algún día ocuparon los tabiques de la casa. En un rincón, me percaté más tarde, sin resguardo alguno, un retrete con vasija de madera. Las dos ventanas, en la fachada, con los marcos hechos trizas. Y al fondo, ¡Dios!, un banco de madera: grande, vetusto, brillante, con una raja en el centro, ocupado por tres marionetas perfectamente confeccionadas, dos hembras y un macho, todas sonrientes, como si se alegraran de mi llegada, aún asido por la mano de la viuda.
―Son mis comediantes.
―Serán sus marionetas, ¿no?
Me preguntó de inmediato si pretendía ingresar o sacar dinero, y no pude contestarle. Después de esperar mi respuesta durante un tiempo prudencial, empujándome con cierta familiaridad, me llevó hasta el banco y me pidió que me sentara, entre las dos marionetas hembras, al tiempo que sacaba de sus senos dos folios garabateados donde se recogía el papel que yo debía representar.
―Lo siento, señora, no soy un comediante.
―Usted es, desde este momento, mi nueva marioneta.
―¿Por qué lo confunde todo, señora?
No. Estaba segura de sí misma. Sabía muy bien lo que se traía entre manos. La vi agacharse y sacar unas piezas de ropa debajo del banco y en un santiamén cambiarse: un traje blanco, inmaculado, de boda, y una rosa también blanca, de tela, sujeta al pelo, la transformaron, parecía otra.
Me pidió que abrazara a la marioneta de la izquierda, que la besara y le dijera amor mío, pero me negué en redondo; entonces me arañó con sus afiladas uñas y me amenazó con hacerme comer un caramelo de la fábrica de su difunto marido. Más tarde, después de limpiarme la sangre de la cara ella misma, me ordenó que lo hiciera con la de la derecha, y lo hice, no me quedó otro remedio, pues me hubiese dejado marcado para siempre.
Cuando posé mis labios sobre los muertos y resecos de la marioneta sentí una impotencia tan grande que, lleno de rabia, la levanté y se la tiré a la cara. Y al instante, quizás aún la marioneta por los aires, aparecieron diez o doce aplaudiendo entusiasmados y asegurando que la escena no se podía hacer de otra manera.
Me sigo preguntando de dónde salieron los comediantes.

lunes, mayo 15, 2006

La viuda de los comediantes (1)

La conocí en una esquina de mala muerte, junto al mercado. Iba vestida con una falda negra, muy corta, y una blusa blanca, con encajes. Desde que la vi noté su viudez porque hablaba demasiado, se movía como si le picara algo y en sus ojeras la tristeza se le transformaba en alegría de vez en cuando.
―¿Busca algo, caballero?
―Sí. Desde luego. Un banco.
Me cogió de la mano ante mi perplejidad, y aunque yo pretendí desligarme, pues me sentía un niño pequeño, me sujetó con fuerza y empezó a hablarme de su marido, mientras caminábamos por calles estrechas, viejas y medio oscuras.
―Era un buen hombre, pero de poco carácter. Se dejaba dominar por todos, menos por mí; no se lo perdono. El padre, mi suegro, un sinvergüenza que ahí las está pagando, le sacaba la mayor parte del dinero, y yo sin poder comprarme un vestido.
A medida que íbamos avanzando en busca de la entidad bancaria yo, si me lo encontrara en aquel momento, lo señalaría con el dedo: alto, bien parecido, barbilampiño, sin malicia y cogido del brazo por una mujer idéntica a la que me llevaba a mí, sin poder soltarme.
El difunto marido estuvo de jefe en una fábrica de caramelos, y se murió de un ataque de azúcar. ―Antes debió quedarse tieso, porque así hubiera podido tener hijos con otro; pero míreme, fíjese bien en mí: aún me conservo, los hombres me miran como afanados, aunque ya, para qué.
―¿Dónde está el banco, señora?
La viuda no quiso responder a mi pregunta, incluso me dio la impresión de que no me escuchaba, y continuó su cháchara sin parar.
―El día que lo conocí supe que era mi hombre y el día que se murió entendí que me había equivocado con él.
Sacaba un pañuelo de su pecho escurrido y se secaba el sudor de la frente, pero no se detenía, cruzaba las calles tirando de mí, y a veces, viéndome casi arrastrado, escuchaba a una madre decirle a su hijo que se andara, que cruzara rápido, que si era idiota y aún no había comprendido, a su edad, que un coche podía atropellarlo, aunque ya no pasaban ni coches: las callejuelas, empinadas, con casas de una planta la mayor parte deshabitadas y en ruinas, me inducían a pensar mal, pues por allí ningún banco abriría una oficina, a no ser que fuera un banco de espíritus de gente llena de historia.
―¿Nos queda mucho, señora?
―Nada. Un poquito más allá. No se preocupe, hombre.
Empecé a dudar de mis magníficas y demostradas apreciaciones personales: ¿sería una fulana?, ¿se trataba de una engatusadora y me trasladaría al degolladero donde esperaba su amante? o ¿iba cogido de la mano de una loca con aspiraciones de bruja? No, seguro: era una viuda. Continuaba hablando sin descansar, ahora de una amiga, casada y con hijos, que engañaba a su marido pero que su marido cada día se sentía más feliz con ella, un poco alcahueta, bueno, una zorra de tomo y lomo con todas sus variantes, un ejemplar único al fin.
―Y gracias a esta amiga que le digo, porque si no estaría sola en el mundo, aunque tengo dos hermanos, fíjese usted, pero como si no los tuviera: ¡Dios está arriba!, no se preocupe

viernes, mayo 12, 2006

El cadáver del balcón (2)

―¿El nuevo director? ¿Quién es usted?
―Eso me pertenece preguntarlo a mí, por algo soy el dueño de esta casa.
―Sí. Perdone. Pensaba que estaba rodando la pelicula "El cadáver del balcón". Disculpas otra vez.
Me presenté, y le ofrecí, como quien enseña lo mejor de su casa, mostrarle el cadáver. Ella me pidió que me vistiera y yo que se desnudara: al fin quedamos tal cual, firmamos un convenio de sordos y nos dirigimos al balcón en el más absoluto silencio, lanzándonos miradas furtivas, cada uno tratando de adivinar el pensamiento del otro.
―¡Estamos dispuestos a echar la puerta al suelo, Juan de los Santos! ¡Me cago en la leche!: abra de una puta vez.
―No se preocupe, señorita: son unos locos que andan sueltos y su dedicación preferida es jugar a los policías.
El cadáver no estaba en la misma posición que lo dejé. Alguien lo había movido, le giró la cabeza hacia arriba y le introdujo la nota dentro de la boca, para mi asombro. Entonces me puse en guardia, amenacé a la actriz y la até a la mecedora; corrí al cuarto de baño y miré tras la cortina, nada; me tiré en el suelo, observé con detenimiento la parte baja de mi cama, y nada; abrí los dos roperos, rebusqué entre las ropas y saqué todo de los cajones, pero no encontré a nadie; ni siquiera en la cocina, entre los calderos o dentro de la despensa. No podía imaginarme quién demonios era el atrevido que me acompañaba sin yo saberlo.
―Por última vez, Juan de los Santos: ¡abra esta dichosa puerta, por Dios!
No había duda: aquella mujer tenía un cómplice. La miré fijamente, hice lo posible para que me temiera, pero percibí cierta sorna en su semblante.
―¿Sabe usted, por casualidad, la persona que nos acompaña?
―No. Desáteme, por favor. Le juro que no sé: ¡si al menos me hubiese leído el guión!
Esto no es una película, señorita: el muerto es de verdad, usted está atada de verdad y yo soy un asesino de verdad, que es lo peor de todo.
La solté. Le di un beso en la frente y le pedí que me ayudara. Fuera, quizás con las culatas de sus armas, los policías rompían la puerta sin contemplaciones. Levanté el cadáver y lo senté en la silla de hierro que había en el balcón; fui en busca de una corbata y le dije a ella que se la pusiera; recordé, entonces, que guardaba un cigarro puro en la mesilla de noche, y lo traje, y se lo puse en la boca muerta, y le acerqué el mechero, y el cadáver aspiró lo suficiente para encenderlo como un experto fumador, de manera uniforme, dejando la brasa igual que un sol al amanecer en el horizonte.
Cuando la policía derribó la puerta yo me marchaba por donde mismo lo hizo el intruso, sin embargo, la actriz exuberante, según las últimas noticias que me han llegado, aún hoy permanece en la cárcel por encubridora.

jueves, mayo 11, 2006

El cadáver del balcón (1)

Sonó el teléfono. Tocaron en la puerta. Escuché como la radio daba las señales horarias: las 8.00 a.m. No le di importancia a cosa alguna: desnudo, con el bolígrafo en la mano, me dirigí al balcón y presencié una vez más el cadáver, sin un rubor, sin la más mínima pena. Escribí una nota y la dejé encima de su cuello abierto.
―Abran: ¡policía!
―Echemos la puerta abajo, joder.
Entré en el cuarto de baño y me dispuse a afeitarme. Me miré las manos: manchadas de sangre ya reseca; y los ojos: hundidos, legañosos por la mala noche; y sin darme cuenta me puse a contar los pálpitos de mi corazón: el ritmo era normal, aunque percibí la respiración algo entrecortada.
―Eh, Juan de los Santos: abre, hombre. Ya verás que no te van a pegar.
―Echemos la puerta abajo, joder.
Llené el lavabo de agua, me mojé la cara, cogí la brocha y la humedecí, y antes de embadurnarme de espuma cerré los ojos, respiré profundamente y traté de poner en orden mis sentimientos, sentirme culpable por lo menos, pero me fue imposible, incluso me sonreí y al verme en el espejo noté un cierto miedo de mí mismo.
¿Por qué había comenzado a afeitarme el bigote si siempre partía de la oreja derecha hasta la barbilla? Cada uno de los surcos que me dejaba la parte afeitada se enrojecía de tal manera que me hacía recordar su cuello retorcido; los dos lunares que tenía desde chico en ambos carrillos eran iguales que sus ojos; y la nariz, peluda y escamada, la cabeza de quien se convirtió en mi enemigo y a quien le di muerte sin compasión al anochecer del día anterior.
No se cansaban de tocar en la puerta. El teléfono estuvo silencioso un rato y volvió de nuevo a sonar. Escuché a una vecina interesarse por lo que pasaba y decir más tarde, mientras bajaba las escaleras, que le parecía imposible, que yo era una buena persona, que nunca se lo pudo imaginar.
―¿Le damos un tiro a la cerradura?
―Espere, Fernández, no sea impaciente.
Me sentía como nuevo después de refrescarme la cara y peinarme con esmero y hasta perfumarme igual que siempre. Por un momento pensé en vestirme, pero decidí continuar desnudo, paseando por la casa, asomándome a hurtadillas por la ventana entre las cortinas y ver a mucha gente, abajo en la calle, mirando hacia mi casa. Tuve ganas de escurrirle la sangre al cadáver y echársela a todos encima, sobre todo a Teresita del Niño Jesús, la conocida más imbécil que había conocido en la ciudad costera, sin embargo, lo pensé mejor: me puse a ver la televisión.
―Juan de los Santos, estamos perdiendo la paciencia. Haga el favor de abrir, que sólo deseamos charlar un rato con usted.
―Venga, hombre, no tenga miedo.
Proyectaban una película. El protagonista principal era un hombre joven aún, bien vestido, con una cicatriz profunda en la frente, y se hallaba tumbado en una mecedora viendo también la televisión. Entonces entró por la ventana un animal, quizás un murciélago o se trataba de un cernícalo o tal vez de una aguililla que lo atacó en el cuello, y a mí, a la misma altura donde yo dejé la nota sobre el cadáver. Intenté sacudirme al animal y apagar el receptor, y cuando lo hice, a duras penas, vi que se esfumaba tras la pantalla, por el mismo lugar en que se presentaba la actriz de la película, rubia, exuberante, con los ojos excesivamente abiertos y el gesto trémulo, mirando a un lado y a otro de mi sala de estar, cada vez más confundida, pues desconocía el sitio donde rodaba.

miércoles, mayo 10, 2006

Destino: la tierra (2)

La que se casó fue Clotilde, la maestra. No, no pienses mal, porque ya no estaba en edad de traer nada a este mundo: cogió a un pobre diablo extranjero y lo tiene embobado, no ve otra cosa que las carantoñas que ella le hace de vez en cuando, sobre todo si llega del trabajo y se topa con dos o tres hombres en su casa, nunca mejor dicho. Y María, tu sobrina, la más pequeña de Juan, está saliendo con el hijo de Ricardo, que por cierto, hace poco se hizo guardia municipal, aunque yo creo que con lo escarranchado que es los ladrones se le van a escapar por en medio de las piernas.
Desde hace unos meses, encerrada en mi soledad, vengo pensando en escribirte esta carta: ¡si encontrara un chiquillo que fuera capaz de enterrarla en tu tumba! Y es que ya no puedo mucho más, Antonio: estos tres últimos años, desde que te fuiste sin una despedida, a pesar de mi estado de salud, me siento más mujer que nunca, incluso, si me tumbo en la cama con la intención de meditar, sueño despierta que tú estás haciendo realidad lo que tantas veces te negué.
Qué grandes son las vueltas del mundo: quién nos iba a decir, apenas unos años atrás, cuando la casa se nos hacía chica, con tanto hijo y yernos y nueras y nietos y algún convidado, que tú estuvieras ahí y yo, en este momento y en los demás, me encontrara sola como un palo entre estas cuatro paredes; gracias que aún, ayudándome de la muleta que me compraste, me puedo levantar y servirme una taza de leche y echarle de comer al pájaro, sí, el pinto que te dio tu amigo aquel que conociste en el hospital.
¿No me preguntas por tu hija la más chica? Hace bastante tiempo que no la veo. Las noticias más recientes que tengo de ella, por Leocadia precisamente, son que vive con un negro, ¡perro maldito de los infiernos!, y que se dedica a vender en la calle figuras de madera y cinturones de cuero, porque no creo que sean de castidad. Qué pena de niña. Quizás, Antonio, la mimamos demasiado por ser la más chica: si aquel día, cuando te prohibí que la castigaras por encontrarla en el cuarto de la azotea con un hombre, le hubiésemos dado una buena paliza, tal vez, tal vez otro gallo le cantaría hoy. De todas formas, haciendo recuento, yo creo que educamos a nuestros hijos lo mejor que pudimos, y a todos por igual: ¿no será por eso que ninguno viene a visitarme?
Están tocando en la puerta. ¡Si fuera alguno de ellos! Con qué insistencia, caramba. Ca... da día me cuesta más levantarme. Que espere un poco quien sea. No te preocupes que estoy contigo enseguida.
Era don Basilio, Antonio, el cura nuevo que se estrenó con tu entierro. Le tengo cierto cariño, quizás porque al ser el tuyo su primer oficio se esmeró, lo hizo bien, y te sirvió para llegar adonde estás. Es un muchacho joven, y bien parecido, mejor, guapo: a mí me da que éste no llega al final, porque cada día las mujeres respetan menos las cosas que no son de este mundo, ni las que lo son: ¡si tú supieras!
Bueno, ya sé que no me vas a contestar, pero yo te voy a seguir escribiendo, hasta que Dios diga: "Basta, Leonor: ya es hora de que te vayas con tu Antonio"; aunque quiero que sepas que cuando rezo le digo que me lleve contigo cuanto antes, para estar juntos otra vez y tomarnos, a la hora que se esconde el sol, como siempre, el buche de agua de pasote.

martes, mayo 09, 2006

Destino: la tierra (1)

Estoy tan sola en esta casa tan grande. ¡Si al menos me vivieras tú, Antonio! No, ninguno de los 7 vienen. Ayer, la que estuvo aquí fue tu prima Leocadia: no ha cambiado nada, ni siquiera su peinado, como una oveja siempre; y me dijo, no perdiendo su mala lengua, que el culpable de todo lo que me pasa eres tú, ¡fíjate!, porque no me dejaste dinero suficiente para que los buitres de nuestros hijos mostraran algún interés por mí. Nada: no hagas caso a quien no merece la pena.
Me gustaría que vieras mis piernas. Mira, me levanto el traje: parecen los troncos de dos eucaliptos. No sé por qué diablos me hincho toda, ni el médico, don Juan, que es lo peor, tampoco se lo explica. Y los achaques de costumbre: la cabeza, por la mañana; los dolores en la espalda, después del mediodía; el estómago, por la noche; y el corazón, a todas horas, querido. ¡Cuánto te echo de menos!
La casa, nuestra casa, se está cayendo a cachos, y ni Manuel, a quien con tanto esmero le enseñaste la profesión de albañil y hoy es un magnífico arquitecto, se molesta en darle unos retoques. A veces pienso, Antonio, que no supimos educar a nuestros hijos, que nos empeñamos en hacerlos honrados y trabajadores, pero nos olvidamos de que aprendieran a ser humanos, a querer y a respetar a sus padres: ¡ni uno solo de ellos te ha llevado flores al cementerio!, y mira que les he rogado desde que yo no me valgo. ¡Cómo estará esa tumba! De repente te ha crecido hasta mala hierba y no te deja descansar en paz.
Sí. La vida es triste y el destino el mismo, sin lugar a dudas. Cuando se empieza a estar mejor dormida que despierta pocas cosas importan. Apenas me asomo a la ventana y, si lo hago, más bien para despejarme, hablo con algunos vecinos, a la hora de la tardecita generalmente. Quizás sepas ya que Ramoncito, el barbero, se murió, aunque no creo que lo hayas visto por ahí, porque con lo ruin que fue no puede estar en el cielo como tú, y su mujer, la pobre, se quedó paralítica y se la llevaron al asilo. ¡Ay, qué torpe soy! No hago otra cosa que contarte penas.
¿Te acuerdas de aquel chiquillo que tú le decías Lunero? Sí, hombre, el que tenía cinco lunares grandes en la cara. Pues bueno, la semana pasada se paró con una potente moto delante de nuestra ventana y me saludó, y me preguntó por ti, y se entristeció al conocer la noticia de tu muerte, porque me aseguró que ningún hombre, ni su padre mismo, le ayudó tanto en la ocasión que lo arrestaron por revolucionario; al recordar las visitas que le hiciste en la cárcel, y que según sus propias palabras -cosa que yo no sabía, bandolero- fueron muchas con el riesgo de que te implicaran a ti también, me fue enumerando los obsequios que le llevabas en la talega del pan, incluso se acordaba de los calzoncillos, los mismos que yo, durante un buen tiempo, no me explicaba cómo habían desaparecido: siempre tan callado y sabio, Antoñito, hasta para robar calzoncillos a tus hijos. Ahora, créeme, me alegro de lo que hiciste: él me ha prometido que no dejará de venir a verme todas las semanas y nuestros hijos, ya ves, nunca encuentran tiempo.

lunes, mayo 08, 2006

El club de los ornitorrincos (2)

Algún fenómeno extraño tuvo que haber ocurrido. De repente vi todo cubierto por la letra a, cientos de letras iguales, quizás miles sólo acompañadas por una desprotegida y enorme o colgando sobre la piscina como si de un globo se tratara. Cerré los ojos, intenté volver a la realidad y caminando muy despacio, con la jarra de cerveza en la mano, me dirigí al mismo lugar donde estuve sentado antes, pero no era ficción, ni producto de mis fantasías, porque el club se había convertido en un enorme continente con idéntica forma a Australia y la o un infeliz ornitorrinco, tímido, asomando su hocico chato a la espera de que oscureciera.
Me propuse esperar acontecimientos, y muy pronto se desencadenaron: las mujeres entraban en los vestuarios, a menudo de dos en dos, y salían luciendo una cola ancha y sus cabezas habían disminuido y sus bocas convertidas en algo parecido a un pico de pato no llevaban el carmín acostumbrado; los hombres, somnolientos unos y mirones otros, sentados como yo bastantes y en menor número acostados en las tumbonas, comprobaban que sus ojos se les iban empequeñeciendo y la piel cubriéndoseles de un pelaje gris rojizo por la zona de la espalda y amarillo anaranjado por el pecho y el estómago.
Un chiquillo, con una toalla roja en la mano, se acercó a mí y me dijo: “Eh, oiga, ¿quiere ver lo bueno que soy toreando?”. Se me puso delante y dio dos pases al aire, pero le espeté: “Anda, pollo, búscate un amigo del pueblo para luchar y no copies cosas ajenas”. Por un momento creí haberlo conseguido, lograr que me dejara meditar, sin embargo, para mi asombro, antes quiso dejar las cosas en su sitio.
―¿No ve que aquí somos todos animales?
No pude hacer otra cosa que exclamar: “¡Dios mío!”. La piscina y todo el club ya no eran un continente sino un fantástico platipusario, todos éramos ornitorrincos, la mujer de la melena negra azabache excretaba chorros de leche por infinidad de tetas minúsculas esparcidas por su pecho y estómago, y el hombre alcohólico, el socio que exigía güisqui allá donde estuviera, un líquido venenoso por los espolones que, de improviso, le crecieron en los pies.
No me quedaba otro remedio: hice trizas la ficha y me alejé de aquel club, miedoso, tímido como un ornitorrinco, a medida que anochecía; aunque antes eché un vistazo al libro que flotaba en la piscina y vi, oportuno, que sólo le quedaban las tapas, hundiéndose poco a poco.

sábado, mayo 06, 2006

El club de los ornitorrincos (1)

Entré con ciertos reparos. Bajando las escaleras, frente, en la recepción, un conserje, con bigotito hitleriano y culo servicial, me dio las buenas tardes mientras me entregaba una ficha, y le sonreí, lo mismo que hice a un chiquillo que trataba de recoger del suelo un caramelo, asustado, sabedor de que hacía algo malo, pero la suerte la tenía de su parte porque, desde luego, yo, un solterón casi perdido, no era su padre, ni siquiera el gordinflón que lo empujó para poder pasar, aunque le dijo apártate, hijo, que pareces atontado.
El club parecía concurrido. Las piscinas, llenas de nadadores, daban la impresión de estar a punto de rebosarse: unos, perfectos atletas; otros, presumiendo de una técnica de la que carecían; incluso, algunos sosteniéndose con flotadores: un imbécil, braceando como un camello, me mojó los zapatos, y me cagué en su estampa. En las hamacas, a pesar de la hora, ya cayendo la tarde, dos o tres hombres y bastantes mujeres tomaban el sol lleno de flojera, o eso al menos querían hacer creer. Y llegó el instante de elegir asiento, encender un cigarrillo y tomar contacto con lo que me rodeaba.
En el centro de la piscina flotaba un libro, abierto por la mitad, con tapas de un color que no lograba definir, y las grafías se iban alejando de cada página, lentamente, como fideos, o mejor, igual que garbanzos hinchados; una hache se le metió a una niña en la nariz, y a pesar de sus esfuerzos no se la podía sacar, hasta que el monitor le dijo hedionda, deja eso para otro momento y saca los brazos con fuerza; alguien sopló lo suficiente, tal vez fue un chiquillo pecoso con cara de hambre, y una pe alzó el vuelo y fue a parar en medio de los muslos de una rubia que estaba sentada frente a mí, en la otra orilla: abriendo las piernas sin remilgos, más de lo que las tenía, trató de recogerla y dejó al fin su sexo al descubierto, de araña roja, liso, recién albeado seguramente; entonces me pregunté cómo era posible que nadie viese la capa de letras sobre el agua cubriendo la piscina, hasta el punto que le dije a la mujer que acababa de sentarse a mi lado, con un pantalón muy corto que dejaba ver unos muslos bien afeitados, si veía algo raro, pero me contestó que no y se fue coqueta a pasear moviendo las caderas de una manera excesiva.
Decidí tomarme una cerveza y me fui a la cantina. El cantinero, un muchacho joven y de buen talante, me sirvió sin mirarme, porque sus sueños estaban sobre el trampolín, donde una rubia musculosa no se atrevía a lanzarse, mientras él pensaba en abandonar el trabajo y recogerla en sus brazos, mecerla sobre el agua, besarla y regalarle un refresco: sí, era una ce, primero, pero luego alcancé a ver dos y más tarde tres; quizás el autor de aquel libro con vocación de deportista escribió las palabras camarero, cabrón y conquistadora en la misma página, muy cercanas.
Se apoyó en el mostrador con los brazos extendidos y pidió un güisqui; el camarero le dijo que no se despachaba güisqui allí, sino en el bar, y el hombre, soberbio, le espetó su condición de socio del club y le exigió que partiera en busca de una botella adonde fuera: tres niñas, de apenas cinco años, miraron al cantinero salir llenas de angustia, porque presentían que no iba a venderles sus helados tan difícilmente autorizados, pero no, se los dio la paciencia; una mujer, alta, de melena negra, azabache, estilizada, tonta y barata, se acercó al hombre y le dijo que si otra vez con las mismas, sin embargo, haciéndose el sordo, él se dio media vuelta y se quedó observando la salida de los cuartos de baño, aunque no vio otra cosa que a su estúpida esposa, paseándose con descaro delante de los monitores, provocando a unos y a otros, sobre todo a los padres que esperaban que sus hijos finalizaran la sesión diaria de natación, a veces agachándose para enseñar sus pechos de albaricoque, rosados y con un pezón de pipa, a simple vista duros.

viernes, mayo 05, 2006

La raya (2)

Puso la raya en posición vertical apoyada en una piedra. Se desnudó: había enflaquecido lo bastante en una semana para pasar desapercibido por la noche. Antes de iniciar una oración, de rodillas mirando al suelo, intentó mear, pero no pudo. Cuando comenzó a subir se dio cuenta de que la raya iba creciendo en la misma medida que cada uno de sus pasos, y variaba de color, y se hacía más gruesa, y nacían en ella cardos espinosos, y antes de llegar a la Luna cambió de dirección regresando a tierra firme: comprendió en seguida que no había un lugar por donde escapar.
Un perro vagabundo lo esperaba abajo, moviendo el rabo en señal de saludo; el piso, húmedo por el sereno, lo alertó de que las cosas irían empeorando; mientras se vestía, en un instante de sosiego, recordó las palabras de su padre: "No te importe ser pobre, muchacho; pero preocúpate cuando dejes de ser honrado". Y dijo con un grito pelado, sorprendiendo al perro: "No me jodas, padre: cuánta razón tenías".
Quiso guardarse la raya y se la metió por la pata del pantalón y doblándola hasta debajo mismo del sobaco. Emprendió una marcha cansina sin rumbo fijo. Miraba atrás de vez en cuando por si quedaban sus huellas marcadas en la calle húmeda, sin embargo, como por ensalmo, sólo distinguía las del perro, y decidió espantarlo, darle dos patadas en la barriga a pesar de la amistad desinteresada que acababa de ofrecerle, con su hocico de infante y sus ojos limpios y sus orejas en sobre aviso. Ya solo otra vez, exponiéndose al peligro de perder su raya, acabó diciendo : "¡Maldita mi estampa y maldito mi destino!"
Nunca creyó ser tan torpe. Pensó que aquel edificio grande con forma de cruz griega y ventanas enrejadas era un convento, donde la paz de los hombres no se veía interrumpida sino por la campanilla de llamada a los monjes, donde los hombres se resguardaban de las inclemencias de la vida: “¡Craso error!”“-dijo poco antes de ser esposado.
La puerta de hierro pintada de negro lo aterrorizó. Con grandes esfuerzos, haciendo lo imposible para que no lo descubrieran, fue sacando la raya de entre los pantalones, hasta que la empuñó con ambas manos como si fuera una espada. El guardia tocó en la puerta con la culata de su fusil y gritó: "Abran, compañeros, para encerrar a este pájaro".
―¿Qué hago, padre?
―Paga, hijo; y vuelve a ser honrado.
La raya se le cayó de las manos. El golpe sonoro estampándose en el suelo puso en guardia a quien lo era, y a los carceleros y a su mismo padre: el momento tan temido había llegado y él no supo muy bien lo que hacía.
Huyó. Corrió como lo había hecho el perro un rato antes. Se sintió un animal acorralado. Vio que alguien colocó detrás de la puerta su raya, la raya de su libertad, y se abandonó a la suerte de los demás, casi muerto, sin ilusión ya para emprender una nueva aventura de juventud.

jueves, mayo 04, 2006

La raya (1)

La cogió y fue arrastrándola allá por donde iba. Roja, con unas motas verdes, llamaba la atención de todos, pero a él no le importaba, al fin y al cabo era lo único que tenía.
―¿No te pesa, muchacho?
―Qué va. Y si me pesara no la abandonaría, por nada del mundo.
Entró en un bar y pidió un ron. Encima del mostrador, de igual manera que si se tratara de un látigo, depositó la raya. Miraba afuera y regresaba luego recorriendo con la yema de los dedos toda su extensión, acariciándola, buscando en ella el camino que debía emprender, tal vez a América, o al continente africano, donde entre negros la vida tendría que ser blanca, transparente de corazón.
―¿Sigues pensando en marcharte?
―Desde luego, caballero. Hoy me siento seguro, porque he visto a mi raya cimbreándose, sin que nadie la tocara, eh.
Los trabajadores de la fábrica de cemento entraron alborotando. Uno, grande, corpulento y con un gesto de toro y barriga de vaca, pidió una raya de ron, y él se enfureció al sentirse aludido: colgado de la pechera, como un muñeco mecánico, pataleaba y le exigía al hombre que no volviera a mencionar la raya, aunque fuera de ron, pero apenas pudo decir otra cosa, porque salió despedido y cayó en medio de la calle, maltrecho, llorando a lágrima viva, rogando por favor que no le quitaran su raya.
Esperó a que se marcharan todos. Parecía un gato apaleado, arrastrándose por entre las banquetas. Alargó la mano hasta el mostrador y la cogió raudo, ante la mirada atónita y precavida del camarero, y se marchó de la misma manera, hasta que estuvo lejos del bar, en la alameda triste donde los álamos sólo mostraban sus troncos desnudos.
La puso en el centro. Contando las pisadas averiguó su largo: 2 metros y 25 centímetros. Entonces empezó a saltar sobre ella con sumo cuidado para no pisarla, tratando de alegrarla con sus juegos; a veces se escondía, parapetándose detrás del kiosco de la música, sin embargo, igual que una lombriz, la raya lo perseguía y se paraba junto a él, cerca de las piernas en ocasiones y sobre la cabeza en otras. Asustado, poco después, se la echó al hombro como si se tratara de una caña de azúcar y se fue escondiendo la cara, porque aún le quedaban algunas cosas que hacer si no lograba evitarlo.
―Se habla de ti, muchacho: ten cuidado.
―La gente habla de la gente, siempre ha sido así. Adiós.
Quizás estuviera más seguro dentro de la iglesia, pero cambió de opinión: la raya se le podía perder si le afloraba la conciencia; o en la funeraria, entre los féretros silenciosos, aunque tampoco: no deseaba flirtear con la muerte; o en el sótano de los mercados municipales, imposible: allí estaría muy cerca del infierno y además en compañía de las ratas, capaces de comerse su raya.
―¿A dónde vas tan tarde, pollo?
―A conversar con la Luna, señor.

miércoles, mayo 03, 2006

Aquel amanecer (2)

Recordando a Don Quijote, creció en mí un sentimiento de poder que me convirtió en un defensor de grandes causas, y tal vez perdidas de antemano; al mirarme la palma de las manos, manos esqueléticas y sin un callo, caí en la cuenta de que necesitaba armarme: las piedras sueltas en la calle no eran suficientes, ni las macetas que resguardaban el frontis de una casa, ni siquiera el banco de madera que un vecino despistado olvidó junto a la puerta, sobre la minúscula acera; y entonces recordé la figura empobrecida del hojalatero, quizás con su tijera preparada para cortar la hojalata desde que terminara de amanecer.
Volví sobre mis pasos, crucé la plaza ahora más fría y húmeda, tomé la calle principal y, mientras avanzaba, comencé a escuchar el ruido de un fuerte viento que se acercaba, tal vez un torbellino dispuesto a acabar con mi paz y con la buena obra que iba a realizar: el zumbido de los pinos y los cipreses arriba, las brumas huyendo despavoridas de los riscos y las hojas de los árboles ya empezando a cubrir la calle me hicieron miedoso y que me resguardara bajo el desmesurado dintel de una casa en ruinas.
Como si fueran desfilando, pasaban delante de mí y los traía el viento. Un constructor de edificios, con cara maléfica y manos hinchadas fue el primero, arrastrando con un hilo fino una voluminosa retroexcavadora, mientras su mujer, montada en un lujoso coche, sacaba una banderita verde y la agitaba para llamar mi atención. Más tarde, mostrando altanero su corbata roja, escoltado por dos guardias hambrientos, un hombre que trataba de enseñar su importancia me dijo adiós y yo no le correspondí. A continuación, la misma mujer con quien bailé una noche en Puerto Rico, morena, de ancas poderosas que, recordando en aquel instante, me había prometido cruzar el Atlántico y volvernos a ver, y a bailar un tango agreste, a pesar del interés que puse, aunque sin abandonar el lugar donde me parapetaba, no se dio por conocida, al contrario, se dejó llevar por el viento mientras abrazaba a un negro sudoroso. Detrás, gente de todas las razas, armadas con picos y azadas, seguían en la misma dirección, incluso un niño, al final, llevando una carretilla cargada de palas y mechas, y el hojalatero, portando dos lecheras destapadas donde se divisaba la pólvora y algunos cartuchos ya preparados.
Miré hacia atrás y vi como el torbellino se alejaba camino de las estatuas, porque giró a la izquierda después de pasar la plaza. Dudé: nada conseguiría yendo al taller del hojalatero para robarle la tijera. El amanecer dejó de serlo, el roque se alumbró en lo más alto, las toses de los vecinos del pueblo blanco empezaron a escucharse, las puertas a abrirse poco a poco y las mujeres, llenas de legañas, como un ritual a barrer las inmediaciones de sus casas y a cuchichear.
Me fui acercando con lentitud a mi coche, caminando por el centro de la calle, dando unos buenos días tranquilos a todos y recibiendo otros extrañados; a medida que avanzaba, los murmullos no se hacían esperar, y siempre con la pregunta de quién será, tú; cuando ya había decidido marcharme, regresar a la ciudad, el niño estatua llegó corriendo, me tiró de la chaqueta una vez más y al tratar de hablarme se desmoronó junto a mis pies.
Qué nadie me pregunte lo que pasó en aquel amanecer, porque no estoy dispuesto a decir una sola palabra, aunque me coloquen tres cargas de dinamita colgadas del cuello.

martes, mayo 02, 2006

Aquel amanecer (1)

Me había levantado de madrugada y sentí deseos de echarme fuera de la casa, escuchar los primeros trinos de los pájaros y oler la aurora. Cuando me bajé del coche, allá en el pueblo blanco y desierto, percibí la verdadera sensación de estar vivo, y fresco como una lechuga. El hojalatero, la primera persona con la que me topé aún a oscuras, me dijo: “Con Dios, caballero”; y yo le contesté: “Con los dos, buen hombre”.
Aspiraba el aire frío de montaña con la intención de tragármelo todo. Mis pasos, sobre el suelo empedrado, se convertían en algo íntimo y hasta sensual, desde luego, y decidí descalzarme, incluso quitarme los calcetines: el frío me fue subiendo lentamente, con cada paso, poco a poco junto a mis pálpitos acompasados.
Los bares cerrados. La tienda de la plaza con sus cestos guardados. El cuartel de la guardia nacional sin un ruido de grilletes. La iglesia muerta, sólo con su puerta entornada a la espera de la primera vieja casi apagada, y el campanario distante: sonaron quejumbrosas, quizás desperezándose, las siete campanadas en la torre y se levantaron otras tantas palomas a un tiempo alzando el vuelo como aplaudiendo. Y la plaza.
Me senté en un poyo, con la espalda apoyada en la pared de la iglesia. Cerré los ojos. Escuché: silencio; somnolientos, los pájaros saludándose; el aire fino, y frío, casi imperceptible; la tórtola arrullando, elegante sobre la pérgola de una casa señorial; los ronquidos del cura en la sacristía y los alientos agónicos de un gorrión caído de su nido. Abrí los ojos: la cumbre retozando entre las brumas; el roque, impertérrito, demostrando su mal carácter; y las retamas extendiendo su colcha amarilla con el propósito de lucirla durante el día.
Tomé una enorme bocanada de aire y mientras tanto imaginé que estaba solo en el mundo, que todo se encontraba a mi disposición, incluso el cementerio que divisaba desde allí, rodeado de cipreses arrogantes y dejando asomar la cresta de alguno de sus nichos vacíos, a la espera, pacientes, sabedores de que algún día, tarde o temprano, uno de ellos sería el elegido para que descansaran mis huesos.
Decidí ponerme los zapatos, pero antes, cuando introducía mis pies en los calcetines, me percaté de que tenía los dedos tumefactos y que debajo del talón corría, profundo, un barranquillo de aguas cristalinas, donde unos sapos amarillentos saltaban de piedra en piedra como si estuvieran jugando al escondite.
Hecha con muy mala leche, seguro, porque sus peldaños traicionaban cada uno de mis pasos, subí la escalinata de la plaza a trompicones y con cierto temor a caerme donde nadie iba a echarme una mano para levantarme. Luego, la calle, empinada y estrecha, me recordaba una de Puerto Rico, con tres esculturas al fondo: un hombre con la cabeza partida donde aún se encontraban restos del sable matador, una mujer preñada con las piernas tan gruesas como su barriga y un niño manco y lloroso. Caminaba despacio, sin quitarles la vista de encima, tratando de averiguar qué representaban, y de repente, al llegar a su altura, noté que el niño me tiraba de la chaqueta, me pedía ayuda porque alguien, quizás un hombre vendido, llegaría muy pronto a derribarlos.

lunes, mayo 01, 2006

Los juguetes del padrino (2)

Me parecía imposible. Estaba rodeado de enemigos a un lado y a otro, y detrás también porque lo pude comprobar por el espejo retrovisor: ya nos encontrábamos en la autovía y aunque el peligro disminuyó la velocidad aumentó de forma considerable. El hombre del coche rojo, al que le había enseñado la foto, sacó la mano por fuera y me mostró un enorme póster de ella, donde contaba al menos ochenta años, más, muchos más, y sin embargo sólo podía tener dieciocho, veinte como mucho: intenté adelantarlo, pero no me lo permitió, es más, estuvo a punto de mandarme contra el bordillo y dejarme allí para siempre.
Precavido, temiendo que la ambulancia cogiera la primera salida y volviera a meterse en plena ciudad, tomé las medidas necesarias para no ser sorprendido. Y así fue, primero la ambulancia, después el coche rojo, detrás yo y a continuación por lo menos diez más que me perseguían: si estaba muerta, el entierro ya se celebraba y además con una comitiva numerosa de autos, que sólo se diferenciaban por la enorme velocidad que llevaban.
La mujer se empezó a levantar, a retirarse las vendas con parsimonia y a observar a través de la ventanilla, ahora triste, con una melancolía que se le notaba como un manto cubriéndole la cara, y yo supuse en el acto que temía la presencia del chófer del coche rojo: sin contemplaciones, a punto de provocar un accidente, lo adelanté a la altura de un paso de cebra y me coloqué justo detrás de la ambulancia.
―¡Bandido! ¡Sinvergüenza! ¡Asesino! ―escuché apenas.
La sorpresa me dejó atónito. Abrí y cerré los ojos para constatar la realidad; me bajé del coche y fui comprobando determinados detalles con el mayor esmero: la casa, de dos plantas, el perro, en la azotea ladrando como de costumbre, el bazar, enfrente, el poste de la luz, pegado a la fachada, y el número 87 en la puerta, pintado de negro, donde el chófer de la ambulancia tocó con la mano abierta, tres toques secos y apurados, hasta que salió Maruja, ya con el camisón puesto o quizás con una bata blanca, probablemente con los niños ya dormidos a aquella hora, pero sin la más mínima señal de que hubiera convertido su casa en un instituto para la muerte, ni ella, con sus miedos acostumbrados, estuviese desempeñando una profesión como la de médico forense que le parecería tan misteriosa, sobre todo después de la muerte en extrañas circunstancias de su marido. En fin, que cuando salí de casa, mi intención no era otra que llegar a donde estaba en aquel momento.
De pronto quise esconderme, no volver a encontrarme con la mujer muerta, y me subí al coche, cerré la portezuela y lo puse en marcha, siendo entonces cuando se cayeron las dos cajas que llevaba encima del salpicadero: la muñeca para mi ahijada y la ambulancia para su hermano, los hijos de Maruja.