viernes, abril 28, 2006

Señor presidente (1)

Las siete casas de la calle eran iguales, unas frente a otras, menos la del señor presidente, construida sobre una tosca, novelera, al fondo junto al viradero. Un altavoz colgaba de la araucaria y tres banderas contadas de una nación mezquina pendían de su copa. Sonaba una canción, “La cerillera”, y el señor presidente, sentado en el quicial de la puerta, con el micrófono en la mano, los ojos cerrados y el rictus amargo esperaba la oportunidad para dirigirse a sus conciudadanos, contarle sus planes y obligarlos de paso a que le rindieran el culto que se merecía.
Un niño jugaba en el centro de la calle. La pelota, de colorines, rebotaba abajo en la base de la tosca, ahuyentando a las moscas concentradas en torno a un gato muerto. Cuando gritaba, decía ¡gol! con su voz de caña rota, el señor presidente abría los ojos y recordaba su niñez en el colegio de monjas jugando también a la pelota, pero de trapo, muchos dentro de una media vieja que le daba la cocinera, la mujer de su vida, madre y experta amante hasta su muerte dentro de una cacerola con agua hirviendo un día de santa Bárbara.
―Súbditos despreciables, somos idénticos a las gallinas, que cacarean más que lo que escarban.
Luisita se asomó a la puerta y trató de echarle encima los meados de toda la noche que aún reservaba en la escupidera con la mejor intención, pero no alcanzó al señor presidente, que impertérrito, sin retirar el micrófono, explicaba el daño que podía hacer una gallina si no se encluecaba, como Luisita, incapaz de parir un niño en tantos años de casada, siempre dedicada a su perro y despreciando al pobre diablo de su marido.
―Si fuese poeta les haría unos versos, pero Dios me ha puesto en este lugar para menesteres tan importantes que sólo yo puedo afrontar.
El niño le sacó la lengua y Luisita, sacudiendo la escupidera con una mano lo trataba de loco con la otra, pero tuvo su merecido, porque las órdenes del señor presidente fueron tajantes, y en la misma frente, una tórtola enferma, la dejó tan marcada como llena de mierda.
―El poder lo tengo yo. No hay pueblo sin gobernante. Entrarán por el aro o acabaré con todos.
Sacó un papel del bolsillo de la guayabera, se lo acercó a los ojos y rió tanto que el altavoz se tambaleaba sobre la araucaria: "Yo, el rey del universo de esta calle, de conformidad con el mandato de todos los astros, y que hago mío, lo nombro presidente vitalicio de su comunidad y caudillo de todos los seres que lo rodeen en vida, y hasta la muerte".
El vecino recién casado se bajó del coche, aunque antes le tocó la bocina y luego se cuadró ante el señor presidente, se puso a sus órdenes; de nuevo, “La cerillera” empezó a escucharse, y el joven le preguntó si le gustaban las putas: un rocío de piedras cayó sobre él dejándolo maltrecho; y más tarde, el presidente y caudillo, alerta ante el resto de sus vecinos y declarados enemigos que auxiliaban al recién casado, empuñó su mortífera arma cargada hasta los topes de la mejor sapiencia.
―Al hombre sin raza hay que dejarlo para cazar ratones; quienes le ayudan pierden su condición de ciudadanos y mi promesa de garantizarles la vida: el señor presidente los castigará.

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