sábado, abril 29, 2006

Señor presidente (2)

La gente de la calle estaba a punto de sublevarse; unos hablaban de godos, otros de vándalos y algunos de gépidos; Luisita zapateaba de rabia y los nervios la hacían reír; un hombre tan gordo como pacífico solicitaba calma, aconsejaba pedir ayuda a la gente de las calles más cercanas y al mismo tiempo pretendía mostrarle al señor presidente su mejor faz, de perro servil; el niño de la pelota subió los siete peldaños hechos en la tosca y se puso al lado del que creía más débil.
―¡Ya está bien, idiota de mierda! ―le gritó el vecino de la casa número 1.
Entonces el señor presidente cambió de disco, puso otro del mismo autor, “Un idiota más”, y echándole un brazo por encima de los hombros al niño sonrió con un gesto de malicia y ternura al mismo tiempo.
―Uh. Uh, uh, uh ―probaba el niño con el micrófono alentado por el señor presidente-. Aquí está el hombre que más manda en esta calle.
―Bájate de ahí, inmediatamente ―le ordenó furioso su padre mostrándole una vara verde.
Había llegado el momento propicio. Estaban todos, incluso Josefa, profesora de universidad y parapléjica de todo menos de lengua, y don Ricardo el que fue gobernador de una provincia lejana, el cojo, y el mismísimo sacristán, hombre letrado y orador de fama y político infeliz venido a menos, y la tórtola, expectante sobre la araucaria limpiándose con una bandera.
El señor presidente se puso en pie, cogió la maleta y fue sacando distintas cosas que colocaba por orden sobre la pequeña mesa junto al tocadiscos. Una piedra estuvo a punto de abrirle la cabeza, pero entró en su casa como un obús.
―En esta mesa sagrada por mi poder, aparte de la pluma, instrumento indispensable, hay otras cosas mucho más importantes.
Los vecinos observaban con detenimiento cada uno de sus movimientos y el niño, al lado del señor presidente y caudillo, como el más diligente de los monaguillos, le iba alcanzando los objetos.
Una sierra o la calle bacheada que nadie se preocupaba de arreglar; el reloj despertador que siempre estuvo incrustado en la tosca, lleno de herrumbre y despiezado o el producto del abandono de don José, el relojero, capaz de comerse las cuerdas vencidas con tal de ahorrar; un tenedor de madera, sin dientes apenas, o el signo de la decadencia espiritual de las siete familias de la calle; un libro de páginas pegadas, con título pero sin autor, ennegrecido por el tiempo, o el depósito de la sinrazón de quienes no deseaban aceptar su poder supremo; y un látigo, acaso su fuerza; y una caja de repuestos para el micrófono y el altavoz, quizás lo único que le permitía demostrar su grandeza; y una media, seguro que encerrando el recuerdo de la cocinera del colegio de monjas.
―El poder, súbditos de esta calle, se demuestra ofreciendo, y yo, hoy que estamos reunidos por primera vez, lo pongo a disposición de todos, porque tal vez ustedes lo hagan mejor que yo.
Los vecinos de la calle aprovecharon aquel instante de debilidad: llenos de odio, sin la menor piedad, lo ataron con el cable del micrófono a la araucaria y lo dejaron al sol a pesar de sus lamentos, sin un sombrero, y sin nada puesto.

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