martes, junio 13, 2006

La consulta del doctor Estrías (2)

Se puso muy serio. No le contestó, más bien intentó rehuirla, escondiéndose detrás de mí, sin embargo, la mujer insistió, le dijo que bueno, que si no lo deseaba pues iría con él al Mato Grosso, o a Belém o a Pernambuco, adonde fuera con tal de aprender a jugar de nuevo.
A mi amigo no le quedó otro remedio que decirle que sí, que le avisaría pronto, desde que tuviera todo concretado, pero casi al oído, sin reparos por los presentes, me espetó que ése era el problema de nuestra sociedad, que la envidia afloraba incluso en el despacho de un médico, y en la sacristía entre el cura y el sacristán, y en el taller de mecánica porque el maestro se engrasaba menos que su ayudante.
―¿Lo ves? ―me dijo―, esto es lo que me está matando.
Continuaba sin comprender el porqué de nuestra presencia allí, aunque no me atreví a preguntarle otra vez. La enfermera llamó al siguiente, abrió apenas la puerta y sólo pude observar que llevaba trenzas, vestía como una niña, con un sombrerito de paja y una falda escocesa, y de pronto me imaginé al doctor Estrías, jugando con un coche encima de la mesa y con una pistola de plástico disparándole agua a los pacientes.
Entonces fue cuando le pregunté si el próximo en entrar sería él, pero me dejó estupefacto:
―No. No voy a entrar. Quiero que salga el doctor y me recete aquí mismo: delante de todos, porque necesito cuatro personas. ¡Ah!, y si no entraré, porque entre él, su enfermera, tú y yo podemos hacerlo.
Me asustaron sus síntomas: eran de loco.
―El siguiente.
La señora vieja no había salido y nosotros ya entrábamos, yo arrastrado por mi amigo, sin contemplaciones, sin tener en cuenta mi tenaz negativa.
―¡Hombre, viene usted acompañado! ―le dijo el doctor mientras se tumbaba en el suelo y sacaba un mazo de cartas―. ¿Echamos hoy el desquite?
―No. Mejor al parchís. Pero bueno, sí, como me voy para el Brasil, total echamos la última mano, aunque al tute, y entre cuatro.
El doctor estuvo de acuerdo, se levantó, llamó a la enfermera y entre los dos retiraron lo que había sobre la mesa: muñecas y camiones, sogas para saltar y tejos de piedra viva, pistolas de agua y ametralladoras de espuma, y un estetoscopio hecho con cera, nada más.
Sentados los cuatro en cada lado de la mesa, nada más empezar la partida, cuando yo canté 40 en bastos, mi amigo se echó a llorar de repente, porque había dejado de ser niño, y yo con él. A partir de aquel día, todos los jueves, a eso de las cinco de la tarde, nunca estoy en mi casa, porque tengo hora con el doctor Estrías, ni en el mes de septiembre me encuentra nadie, pues lo paso con mi amigo en el Mato Grosso, entre los indios.

No hay comentarios: