lunes, junio 05, 2006

Monólogo feliz (1)

Cuando hablo a solas me siento acompañado. Ayer mismo, sentado junto a la fragua del herrero, abrasándome el calor por dentro y por fuera, me dije que después de todo soy inmensamente feliz, porque aún me permito el lujo de apreciar muchas cosas: una amapola, por ejemplo, o el color de la sangre que me brota a borbotones a lo largo de mi cuerpo lleno de vitalidad; y a un sarantontón, tan bello como ínfimo, encima de mi brazo, recorriendo su particular laberinto inventado entre los vellos, hasta que vuela, y yo con él.
Sí. No. Aunque a veces duda uno más de la cuenta. Y se pregunta: ¿dónde se esconde la parte de niño que se tuvo?, ¿por qué se esfuman las lágrimas en el hombre si el hombre se amarga por tan poco? La felicidad es una perra en celo que abandona a su amante por nada sin decir adiós. Pero vuelvo a repetir para que me oiga el último de la fila, el que está detrás del roque grande que nadie ha logrado escalar: soy feliz.
Claro, no hay quien se sienta libre completamente; claro, la felicidad y la libertad son hermanas mellizas, engendradas en el mismo huevo. "La ola desnuda luchaba contra el acantilado y lloraba dispersando sus lágrimas". Otra vez. Quién dijo que la felicidad es efímera. Las palabras lejanas las trae el viento y las mías se las lleva envueltas en una sábana blanca. No hay duda: todos deseamos ser un dios de algo; a ninguno nos importaría representar un toro alado, ni siquiera al cabrón, cargado con su cornamenta invisible incluso en la cama, rayando el cabezal de ignorancia, desconocedor de Amaltea, la cabra que amamantó a Zeus.
"Camina cabizbajo el anciano dejando una señal en el camino, profunda, digna de una contera de hierro forjado". Alguien se acerca. Silencio. "¿Hablabas conmigo?" Pienso antes de decir: "No, amor: lo hacía a solas". Manías de hombre inconformista. Me miro las solapas de la chaqueta: "Podría ponerme una amapola en el ojal izquierdo y un sarantontón en el derecho". Qué cosas se imagina uno.
La voz nunca suena igual. En el baño, lo he percibido, trepa por la cortina de la bañera, se balancea en la barra que la sostiene, brinca al espejo, trata de ocultarse en las fosas nasales y hasta intenta regresar al seno materno, pero se pierde por el desagüe del lavabo, hace cloc, cloc, cloc. "¡La puta madre!" Ansioso, me doy cuenta que las cosas de la vida van a parar siempre al mismo sitio.
"¿Tenemos algo de rata?" -preguntó la profesora-. Yo levanté el brazo, un hombre hecho y derecho ya, sentado al final del aula, ante la sorpresa de los chiquillos: "Sí, señorita: el rabo". Un alumno tan aventajado necesitaba una corrección sin misericordia: "Es la cola, ¡estúpido!, y salvo tú, aquí nadie la lleva". Cómo se reían los alumnos y silbaban y golpeaban los pupitres. Me gusta ver a la gente feliz, pero no quise sentirme vituperado de aquella manera: "Señorita, todas nuestras cosas acaban en las alcantarillas". Es cierto.
El anciano regresa de nuevo y yo lo veo a través de la ventana. "Eh, buen hombre: ¿cuándo la muerte está cerca se es feliz?" Está sordo como una caja, no oye ni la contera de su bastón arrastrándose. Respiro profundamente. Me toco la cara y pienso que ya soy mayorcito para estar con mentecatadas: intento continuar siendo feliz.

No hay comentarios: