jueves, junio 08, 2006

La llave de su reinado (2)

Lo intentó durante 6 noches, sin dejarse atrás las iglesias y los conventos de la ciudad, ni los almacenes de grandes puertas por la zona industrial, excepto la comisaría de policía, por si acaso, hasta que pensó que una llave como aquélla, enorme, oxidada, antigua, sólo podía pertenecer a una estancia de campo, y decidió emprender el camino alejándose cada vez más de la ciudad, usando los atajos para llegar antes y aprovechando la sombra de los árboles para dormir un rato.
―Juan, ¡qué te has vuelto loco de remate! Vuelve a casa, por favor -escuchaba en sueños la voz de su mujer llamándolo y se despertaba sobresaltado.
La jornada número 7 la comenzó con cierto desánimo, sin embargo, apenas había empezado y un detalle lo puso en la pista de que iba por buen camino: a punto estuvo de abrir un establo, donde escuchó adentro relinchos de caballos y un par de mugidos de vacas, pero la llave no terminó de girar, giró la primera y se quedó en la segunda ocasión; y entonces se fijó bien en las características de la puerta y en la forma de la cerradura, porque ahora sólo iba a pararse en las que fueran parecidas.
La labor se le hizo a Juan de los Santos más llevadera. Miraba con los ojos relucientes entre las sombras de la noche como si de una fiera se tratara, y caminaba seguro, ansioso, sin perder el ritmo, hasta que llegó la madrugada y detrás de una curva, al fondo de un risco, por donde se llegaba a través de una vereda estrecha, localizó apenas una puerta y se dirigió a ella entusiasmado, convencido de que sería la que buscaba, y así fue, allí estaba: un pajar, oscuro, lleno de haces de avena y centeno y cebada y trigo, con un jergón de paja en el centro, como si se tratara de un trono, por lo que Juan de los Santos decidió ser el rey de aquella estancia que con tantos sacrificios había logrado encontrar.
El primer día lo dedicó a dormir, y a pensar; a pensar en su vida junto a Carmela del Rosario, y a dormir otra vez más, profundamente, sin un mal sueño, sin una voz que le gritara cualquier cosa.
Esperó a que amaneciera. Con la caja de cartón sobre las rodillas, se dedicó el segundo día a vivir de los recuerdos, a mirarse en fotografías ya canelas donde con pantalón cortó aún y botas de goma la ilusión por vivir se le desparramaba por la cara, o en otras de joven pobre pero limpio, aunque empezando a fruncir el entrecejo, o junto a Carmela del Rosario, cuando todavía Carmela no le reprochaba ni que fumara, hasta que dio con una un tanto movida: en la alameda, con una llave en la mano, mostrándola, quizás preguntándole al fotógrafo si era de él, y éste, por los resultados de su obra, contestándole que no; era idéntica, no tenía duda alguna.
La echó en falta a media mañana, cuando intentó salir a coger aire y a ver si encontraba algo para matar el hambre, pero no se desesperó, al contrario, le dio por silbar canciones que creía haber olvidado, sin embargo, al iniciarse la tarde no pudo más, se volvió como loco en busca de la llave que lo tenía prisionero en su efímero reinado, hasta que se tiró sobre el jergón dejando otra vez su vida en manos del destino, igual que siempre.

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