jueves, junio 01, 2006

Mediodía de silencio y muerte (2)

El barbero se asoma a la puerta de la barbería. La calle desierta frustra su existencia. El verano, maldito, no le da sino quebraderos de cabeza: la gente no se corta el pelo sudado pero sí se corta la lengua, no trae noticias frescas, ni ganas de hablar. Ya se lo dijo su abuelo: "Pollo, un barbero mudo y de mudos no es un barbero como Dios manda". Y encima le dicen a lo largo de todo el año que es igual que una puta, sin distinguir estaciones: mala que es la gente del pueblo donde aún hoy los hombres se quitan el sombrero para entrar en las oficinas municipales.
A lo lejos se escucha el traqueteo de una máquina de escribir, sin embargo, el funcionario no ha salido del bar, ahoga sus penas con ron después de refrescar la garganta con un par de cervezas. Quizás sea el alcalde, desparramando un puñado de puntos y comas en un texto inacabado, o el otro funcionario pelota, porque queda establecido por la ley que un día de calor muy fuerte los funcionarios municipales están exentos de trabajar, aunque lo hagan a la sombra y otros aleguen que quién tuviera esa dicha.
Siguen doblando las campanas. El cura sale de la casa parroquial aventándose la sotana. Ramiro hace un gesto de levantarse en señal de respeto. Los curas también beben, y se emborrachan, y dicen malas palabras, y miran a las mujeres hermosas, y llaman la atención más que una madre majadera.
―Descanse con Dios, Ramiro.
―No me esté jodiendo, con perdón, señor cura: si le molesta tomo asiento en otra parte.
Nunca en verano pone el cura las misas en horas del mediodía, pues muchos irían a aprovechar la sombra. Ni el alcalde regala un paraguas a los vecinos, porque él tiene una sombrerería. Una muchacha desvergonzada, apenas vestida, con una blusa transparente y un pantalón roto adrede y corto por donde se le escapan parte de las nalgas, saluda a Ramiro y le da un beso, para congoja de su mujer, que lo ve todo desde la ventana y pide al cielo que la castigue por semejante pecado mortal.
―Le diré a mi padre que lo he saludado.
―Y yo a mi mujer que te he visto, muchacha: ¡y tanto que te he visto, carajo!
La dueña de la tienda de ropa está segura que con este sol de justicia no venderá en todo el día ni una prenda: nadie se quiere tapar. El tendero de ultramarinos tira desesperado la fruta podrida en una esquina de la calle. Otra vez el herrero da dos únicos martillazos y se propone cerrar sin haberse enterado de quién se ha muerto. El afilador necesita cortarse el pelo y el barbero afilar su tijera, pero ninguno de los dos se atreve a cruzar la calle. Una tapa de salpicón y dos cervezas bien frías consume el señor cura en lo que el diablo se restriega un ojo, y pide la cuenta, pero el propietario del bar le contesta amén.
―Sube a comer, Ramiro, que ya es hora.
Si Ramirito se levanta es que van a dar las dos. Nada cambia en el pueblo. Un lagarto cae del techo de la iglesia y salva la vida por la gracia de Dios.
―Ay, Ramiro, qué disgustada estoy contigo.
Las campanas no dejan de doblar mientras Ramirito disfruta de su última siesta.

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