miércoles, junio 07, 2006

La llave de su reinado (1)

Aquel día estuvo buscando durante toda la tarde, porque había decidido que finalizara su reinado. No le quedó lugar alguno que registrar, ni haz en que revolcarse, incluso, sintiendo miedo por primera vez allí, con las manos temblorosas, revolvió la caja de cartón donde guardaba todas sus fotografías, pero nada. Juan de los Santos, al llegar la última noche, tan feliz como muerto de hambre, se tiró desanimado sobre el jergón de paja, sin ganas de continuar, decidido a esperar el destino, dejarlo en manos del primero que pasara por la vereda, aunque fuera Carmela del Rosario.
No estaba contento con la vida que llevaba. Desde hacía meses, en las noches de vigilia forzosa, mientras daba vueltas y más vueltas en la cama escurriéndole el sudor, apartándose de su mujer hasta el último centímetro que le permitía la cama, jugando a equilibrista en el borde, preparaba un golpe secreto a su matrimonio, porque no resistía tantas impertinencias.
―Juan, me estoy cansando.
―Acaso ¿no soy tu mejor amigo, Carmela, además de tu fiel esposo?
―Tú sabes muy bien que has cambiado demasiado. Ahora mismo no piensas en otra cosa que jugar con esa llave, como si lo demás no te importase.
No era verdad. O sí. Había dejado el hábito de fumar y lo sustituyó por aquel juego tonto con la llave que se encontró en el mismo lugar donde cayó la última cajetilla de cigarrillos, de una mano a la otra, encerrada sin un resquicio en la palma, echándola al aire para apresarla entre los dedos, realizando vanos intentos con el propósito de mantenerla en vertical, escondiéndola aquí y allá no fuera que su mujer se la tirara a la basura.
Se preguntaba con insistencia dónde estaría la cerradura que accediera a los deseos de aquella llave. Procuraba probar en todas las puertas que veía abandonadas, sin importarle la lejanía del lugar donde la encontró, en el campo y en la ciudad, en los establos desiertos de animales y en las casas abandonadas ennegrecidas por el hollín, en la caja de herramientas del fontanero y en el cajón de madera del labrador donde llevaba el queso para vender. Y aunque en más de una ocasión sufrió un buen susto, fue tratado de ladrón y sinvergüenza, no cejó en su empeño, porque sabía que su vida dependía de la llave.
―Esto no puede continuar así, Juan de los Santos. Si estuviera dispuesta a separarme de ti, te lo juro por los hijos que no hemos podido tener, alegaría que estás loco; y no creas que me lo estoy pensando, porque anoche, mientras dormía, tratabas de abrirme la barriga con esa llave hedionda.
―Eso es lo que tú pretendes, mala mujer. ¿No ves que gracias a esta hedionda llave, como tú dices, he dejado de fumar?
No pudo más. En la media noche de un sábado para un domingo, aprovechando que Carmela del Rosario dormía, cogió un par de mudas de ropa, la caja de cartón con las fotografías y la llave, y se marchó convencido de que tarde o temprano encontraría la cerradura que le abriría otra vida distinta a la que llevaba

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