martes, junio 06, 2006

Monólogo feliz (2)

Tengo un cofre en mi casa lleno de caracoles pequeños. A veces oigo a una caracola que llama a sus hijos, lejana, en alta mar, y está triste. ¡Si pudiera nadar hasta ella! El mar me da miedo más allá de la costa. Los tiro uno a uno, mejor. Cantan y bailan en un corro los caracoles: "Un hombre triste y feliz nos ha dejado marchar, un hombre triste y feliz ya no nos puede alcanzar". No me levanto y me pongo a bailar yo también porque dirían que estoy loco: los que hablamos a solas debemos cuidar ciertos detalles, pues no es el primero al que meten en el manicomio. Es curioso, dentro de una jarra se puede encontrar un mar: "¿Cambiaste las flores, cariño?" Una tarde de sosiego no se debe interrumpir ni para alargar la vida de un ramo de rosas.
La vecina del octavo es rubia, como una espiga de trigo, larguirucha, y a veces lleva una trenza, teñida, postiza, que le llega más abajo de sus caderas. No creo que sea feliz. Si no fuera por qué, ahora mismo, subiría y le daría unos consejos, pero si lo hago dejo de hablar conmigo mismo, y eso es lo último que estoy dispuesto a hacer.
"¿Cómo lo haces?" -me preguntó mi mejor amigo-; "mira que lo he intentado, sin embargo, desde que abro la boca me siento ridículo". Se lo dije a mi médico un día: "Yo tengo, doctor, una puerta en el corazón y una llave en los labios". Estoy convencido, no creo equivocarme lo más mínimo: los médicos son los profesionales más ignorantes de este mundo. Me recetó unas pastillas que nunca compré y un jarabe para que durmiera mejor. Nunca hablo en sueños, y es una pena: "Qué torpes son, me cago en la leche".
Comprobé que estaba solo en la habitación, me encerré con llave, abrí la puerta del ropero y me puse delante del espejo, viéndome todo, de arriba abajo.
―Háblame de ti.
―Y qué quieres que te diga.
No había envejecido lo bastante, si acaso algo menos de pelo y una arruga sobre el párpado derecho.
―¿Te sientes seguro?
―Sí. Cada vez más.
Algo cargado de hombros, tal vez, y los vellos del pecho poniéndose blanquecinos, también.
―¿Por qué te ríes?
―No sé. Te miraba cuando me hablabas y no eras tú, sino yo. A ver si me explico: no sé.

Nunca pude entender lo que le ocurrió. Desde entonces, Juan de los Santos, está mudo. Su mujer, Carmela del Rosario, me va a volver loco preguntándome, pero yo le digo que no se preocupe, porque él volverá a hablar, cuando deje de ser feliz.

No hay comentarios: