miércoles, mayo 31, 2006

Mediodía de silencio y muerte (1)

Doblan las campanas en el pueblo donde aún los hombres se quitan el sombrero para entrar en las oficinas municipales. Un funcionario con mirada cansina y un portafolios en la mano se ata un zapato en el centro de la calle. Las palomas van del campanario a algún lugar secreto en busca de agua y regresan en seguida. El mediodía, plano, sofocante, deja entrever un silencio ficticio, sólo roto por Sinforosa, tan loca como siempre, escondiéndose en los portales para asustar a las moscas.
―Adiós, Ramirito.
―Con Dios, muchacho.
Ramiro aprovecha la sombra de la puerta chica de la iglesia, con el virginio en la boca, apoyando su barbilla en el puño del bastón, pensativo, viendo el alma del calor ascendiendo desde el asfalto hacia el cielo. La mujer de Ramiro, enfrente, detrás de la ventana, lo mira con cariño, igual que lo ha hecho durante los últimos sesenta años. Continúan doblando las campanas, y nadie sabe quién decidió cerrar su libro de bitácora.
―Cómo le va, Ramirito.
―Bien, hombre. Bien, carajo.
El funcionario, más cansado que nunca, cruza la calle y se va en dirección al bar, y pronto se escucha dentro el roce de unos vasos, o de jarras de cerveza. El viejo Ramiro se moja los labios y recuerda mejores tiempos. Una guitarra suena lejana en alguna calle más abajo, tal vez la del afilador, esperando la tardecita para ganarse un duro con el fresco. Un taconeo débil se acerca, lento, al mismo ritmo, como si fuera mecánico.
El sol no tiene sentimientos. Algunas cigarras perdidas buscan pasto en el alquitrán revenido. Un perro vagabundo se echa junto a Ramiro, le mueve el rabo primero en señal de saludo y se duerme poco después. Suena la campanada de la una, entre un doble y otro doble en honor de un muerto desconocido.
―Nadie se debe morir un día de calor como éste, carajo.
―¿Decías algo, Ramiro?
―Nada, mujer. Nada. Hazte para atrás que coges una insolación.
Las campanas pueden doblar por el pueblo muerto. El herrero ha decidido dar dos martillazos, sólo dos, porque tampoco tiene valores para uno más. El perro se despierta sobresaltado al escuchar los gritos de Sinforosa, arrodillada en la escalinata que da acceso al atrio del templo, sin sentir el fuego bajo las rodillas, quizás porque su mente calenturienta le impide percibir otras sensaciones menores, y clama al cielo, solicita suerte para los veinte hijos que asegura haber parido; un ángel de la guarda la coge por el talle y se la lleva camino de su casa, pero ella no se fía, vuelve a gritar, a pedir auxilio, porque no desea que le hagan el hijo número 21; al fin, el perro se duerme de nuevo, poco antes de doblar las campanas una vez más.
―¿Qué se ha muerto alguien, Ramirito?
―Seguramente, carajo. Pena que las campanas aparte de anunciar la muerte no digan también el nombre.
El barbero se asoma a la puerta de la barbería. La calle desierta frustra su existencia. El

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