miércoles, mayo 17, 2006

La mesa de las siete esquinas (1)

El sol estaba en lo más alto, pero ellos se encontraban en penumbra dentro de la cueva. La mesa, en el centro, alumbrada por siete velas en cada una de sus esquinas, parecía más bien un sepulcro. Todos, formando un corrillo, esperaban la orden de su jefe más inmediato para tomar sus respectivos asientos, fumando con desespero.
―Ya es la hora, caballeros, y señora.
Sin articular una sola palabra se sentaron, mirándose unos a otros, interrogándose, frunciendo el seño. El jefe, un hombre gordo y de mal carácter, con la cabeza levantada como buscando algo en el techo oscuro de tierra y piedras, levantó un brazo y lo dejó caer sobre la mesa con fuerza. La mujer tembló un poco más que los cinco hombres y a uno de éstos le entró hipo, que ahogó a duras penas poco después.
―Ninguno de ustedes dudará, me imagino, cuál es el asunto que vamos a tratar hoy.
¿Quién fue capaz de toser y apagar la vela del jefe? ¿Podría costarle la vida al atrevido? ¿Por qué no se molestó en bajar la cabeza y mirar? Jamás cambiaba de postura, se mantenía mirando hacia arriba, quizás para amortiguar su voz de loro en el techo abrupto.
―Necesito los informes. Quiero escucharlos uno a uno, sin titubeos. De aquí saldremos con la decisión bajo el brazo, no voy a permitir más dilaciones.
El de menor estatura, con unas patillas que le llegaban mucho más abajo del final de las orejas, se repantigó en su silla y miró a los otros despacio, guiñándoles un ojo, mientras les enseñaba la cara de una moneda.
―Podríamos empezar por usted, señora. ¿Ya ha conquistado a los generales? ¿Los tiene bajo su dominio o aún prefieren a sus esposas?
Ella se puso las manos en la cara, avergonzada. Explicó que nunca creyó que la causa le exigiera tantos sacrificios, pero aseguró que sí, que todo estaba bajo su control, que había citado a los tres generales en un hotel a la hora convenida y que nada iba a fallar.
―La tropa, señor, no tendrá quien los mande. Los soldados se convertirán en unos guiñapos ante nuestra bandera izada en lo más alto de la ciudad.
La mujer sacó un papel, lo puso sobre la mesa y trató de explicar los pasos que había dado, sin embargo, el jefe, con un grito desgarrado, le ordenó que quemara en la vela aquella prueba: ¡Cómo hay que decirles que no quiero un solo documento! ¡En la cabeza, joder, en la cabeza! Y ella, temblorosa, cumplió la orden, mientras afirmaba que por su parte la conspiración no se iría a pique, que los tenía bien atados.
Entonces se produjo un hecho insólito: la vela que estaba apagada volvió a encenderse, aunque ninguno de ellos lo hizo, ocurrió como por encantamiento; sin embargo, aquel hecho que parecía de menor importancia, desató la furia y el terror sobre la mesa de las siete esquinas.
―¡Aquí hay un traidor! ¡La conspiración se ha venido abajo! Nadie saldrá de esta cueva sin yo saber quién ha encendido una vela. En nombre de nuestra incipiente nación, yo mismo le daré muerte para escarmiento de todos.
―Yo no he sido -contestaron al unísono los reunidos.

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