jueves, mayo 11, 2006

El cadáver del balcón (1)

Sonó el teléfono. Tocaron en la puerta. Escuché como la radio daba las señales horarias: las 8.00 a.m. No le di importancia a cosa alguna: desnudo, con el bolígrafo en la mano, me dirigí al balcón y presencié una vez más el cadáver, sin un rubor, sin la más mínima pena. Escribí una nota y la dejé encima de su cuello abierto.
―Abran: ¡policía!
―Echemos la puerta abajo, joder.
Entré en el cuarto de baño y me dispuse a afeitarme. Me miré las manos: manchadas de sangre ya reseca; y los ojos: hundidos, legañosos por la mala noche; y sin darme cuenta me puse a contar los pálpitos de mi corazón: el ritmo era normal, aunque percibí la respiración algo entrecortada.
―Eh, Juan de los Santos: abre, hombre. Ya verás que no te van a pegar.
―Echemos la puerta abajo, joder.
Llené el lavabo de agua, me mojé la cara, cogí la brocha y la humedecí, y antes de embadurnarme de espuma cerré los ojos, respiré profundamente y traté de poner en orden mis sentimientos, sentirme culpable por lo menos, pero me fue imposible, incluso me sonreí y al verme en el espejo noté un cierto miedo de mí mismo.
¿Por qué había comenzado a afeitarme el bigote si siempre partía de la oreja derecha hasta la barbilla? Cada uno de los surcos que me dejaba la parte afeitada se enrojecía de tal manera que me hacía recordar su cuello retorcido; los dos lunares que tenía desde chico en ambos carrillos eran iguales que sus ojos; y la nariz, peluda y escamada, la cabeza de quien se convirtió en mi enemigo y a quien le di muerte sin compasión al anochecer del día anterior.
No se cansaban de tocar en la puerta. El teléfono estuvo silencioso un rato y volvió de nuevo a sonar. Escuché a una vecina interesarse por lo que pasaba y decir más tarde, mientras bajaba las escaleras, que le parecía imposible, que yo era una buena persona, que nunca se lo pudo imaginar.
―¿Le damos un tiro a la cerradura?
―Espere, Fernández, no sea impaciente.
Me sentía como nuevo después de refrescarme la cara y peinarme con esmero y hasta perfumarme igual que siempre. Por un momento pensé en vestirme, pero decidí continuar desnudo, paseando por la casa, asomándome a hurtadillas por la ventana entre las cortinas y ver a mucha gente, abajo en la calle, mirando hacia mi casa. Tuve ganas de escurrirle la sangre al cadáver y echársela a todos encima, sobre todo a Teresita del Niño Jesús, la conocida más imbécil que había conocido en la ciudad costera, sin embargo, lo pensé mejor: me puse a ver la televisión.
―Juan de los Santos, estamos perdiendo la paciencia. Haga el favor de abrir, que sólo deseamos charlar un rato con usted.
―Venga, hombre, no tenga miedo.
Proyectaban una película. El protagonista principal era un hombre joven aún, bien vestido, con una cicatriz profunda en la frente, y se hallaba tumbado en una mecedora viendo también la televisión. Entonces entró por la ventana un animal, quizás un murciélago o se trataba de un cernícalo o tal vez de una aguililla que lo atacó en el cuello, y a mí, a la misma altura donde yo dejé la nota sobre el cadáver. Intenté sacudirme al animal y apagar el receptor, y cuando lo hice, a duras penas, vi que se esfumaba tras la pantalla, por el mismo lugar en que se presentaba la actriz de la película, rubia, exuberante, con los ojos excesivamente abiertos y el gesto trémulo, mirando a un lado y a otro de mi sala de estar, cada vez más confundida, pues desconocía el sitio donde rodaba.

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