miércoles, mayo 10, 2006

Destino: la tierra (2)

La que se casó fue Clotilde, la maestra. No, no pienses mal, porque ya no estaba en edad de traer nada a este mundo: cogió a un pobre diablo extranjero y lo tiene embobado, no ve otra cosa que las carantoñas que ella le hace de vez en cuando, sobre todo si llega del trabajo y se topa con dos o tres hombres en su casa, nunca mejor dicho. Y María, tu sobrina, la más pequeña de Juan, está saliendo con el hijo de Ricardo, que por cierto, hace poco se hizo guardia municipal, aunque yo creo que con lo escarranchado que es los ladrones se le van a escapar por en medio de las piernas.
Desde hace unos meses, encerrada en mi soledad, vengo pensando en escribirte esta carta: ¡si encontrara un chiquillo que fuera capaz de enterrarla en tu tumba! Y es que ya no puedo mucho más, Antonio: estos tres últimos años, desde que te fuiste sin una despedida, a pesar de mi estado de salud, me siento más mujer que nunca, incluso, si me tumbo en la cama con la intención de meditar, sueño despierta que tú estás haciendo realidad lo que tantas veces te negué.
Qué grandes son las vueltas del mundo: quién nos iba a decir, apenas unos años atrás, cuando la casa se nos hacía chica, con tanto hijo y yernos y nueras y nietos y algún convidado, que tú estuvieras ahí y yo, en este momento y en los demás, me encontrara sola como un palo entre estas cuatro paredes; gracias que aún, ayudándome de la muleta que me compraste, me puedo levantar y servirme una taza de leche y echarle de comer al pájaro, sí, el pinto que te dio tu amigo aquel que conociste en el hospital.
¿No me preguntas por tu hija la más chica? Hace bastante tiempo que no la veo. Las noticias más recientes que tengo de ella, por Leocadia precisamente, son que vive con un negro, ¡perro maldito de los infiernos!, y que se dedica a vender en la calle figuras de madera y cinturones de cuero, porque no creo que sean de castidad. Qué pena de niña. Quizás, Antonio, la mimamos demasiado por ser la más chica: si aquel día, cuando te prohibí que la castigaras por encontrarla en el cuarto de la azotea con un hombre, le hubiésemos dado una buena paliza, tal vez, tal vez otro gallo le cantaría hoy. De todas formas, haciendo recuento, yo creo que educamos a nuestros hijos lo mejor que pudimos, y a todos por igual: ¿no será por eso que ninguno viene a visitarme?
Están tocando en la puerta. ¡Si fuera alguno de ellos! Con qué insistencia, caramba. Ca... da día me cuesta más levantarme. Que espere un poco quien sea. No te preocupes que estoy contigo enseguida.
Era don Basilio, Antonio, el cura nuevo que se estrenó con tu entierro. Le tengo cierto cariño, quizás porque al ser el tuyo su primer oficio se esmeró, lo hizo bien, y te sirvió para llegar adonde estás. Es un muchacho joven, y bien parecido, mejor, guapo: a mí me da que éste no llega al final, porque cada día las mujeres respetan menos las cosas que no son de este mundo, ni las que lo son: ¡si tú supieras!
Bueno, ya sé que no me vas a contestar, pero yo te voy a seguir escribiendo, hasta que Dios diga: "Basta, Leonor: ya es hora de que te vayas con tu Antonio"; aunque quiero que sepas que cuando rezo le digo que me lleve contigo cuanto antes, para estar juntos otra vez y tomarnos, a la hora que se esconde el sol, como siempre, el buche de agua de pasote.

No hay comentarios: