jueves, mayo 18, 2006

La mesa de las siete esquinas (2)

El enemigo estaba en la mesa. El jefe sacó un puñal con mango amarillo y forma de plátano y se lo puso sobre la palma de la mano, ofreciéndolo, pero ninguno se atrevió a cogerlo para hacer uso de él. De repente, como si saliera de las entrañas de la tierra, empezó a escucharse el Concierto para violín y orquesta número 3 en sol mayor de Mozart. Nadie pestañeaba. Las llamas empezaron a balancearse, primero poco a poco, más tarde casi perdiéndose.
―Dios está arriba, y abajo, y aquí dentro, desde luego. Él delatará, de un momento a otro, al cobarde de nuestra patria, y de una forma muy simple: apagando su vela.
El hombre bajo y con patillas se quitó el sombrero y cubrió su llama en parte. La mujer arropó la suya con las manos. El más viejo de ellos, despreocupado y mostrando un valor que no tenía, se limitó, arrastrando dos veces la silla sin dejar de estar sentado, a alejarse de la mesa para que su respiración no ayudara al destino. Y el más joven de ellos, al que trataban todos como un muchacho, después de estudiar la situación y ver su llama más intensa que las demás, sonrió con malicia.
―No nos queda sino esperar, caballeros, y señora.
Los otros dos asistentes, gemelos, de tez granulada y cejas cortadas, se limitaban a mirar la barbilla del jefe tratando de encontrar sus ojos, pero no lo lograban.
―La cobardía está en una esquina, y pronto se sabrá ―dijo a media voz la mujer-, porque yo no he sido: lo juro por Dios.
Una corriente de aire empezó a circular sobre la mesa como a propósito. Menos el jefe, siempre manteniendo su altanera postura, los demás se sentían abatidos, con el rictus contraído y la mente puesta en el hueco de salida hacia el exterior por donde escapar.
―Yo creo que esto es una locura más de la revolución, de su forma de llevar las cosas para conseguir la independencia ―dijo el gemelo que parecía más calvo.
La llama del hablador se tambaleó, inició un deterioro constante, igual que la de la mujer, aunque la de ésta daba la sensación de tener más futuro.
―Si mi vela se apaga, yo haré frente a nuestra nación: no estoy dispuesto a morir sin ser juzgado, y mucho menos siendo inocente como lo soy ―espetó el muchacho ahora tratando de cuidar la suya como los otros, sin su sonrisa escuálida.
―¡La rebelión se castiga con la horca, caballeros, y señora!
El aire se movía igual que una serpiente, lento, parsimonioso, arrastrándose de esquina en esquina, provocando sustos de muerte. El hombre del sombrero, al pasar junto a su vela quiso respirar tranquilo, pero lo dejó para mejor ocasión; el segundo gemelo, el de más pelo, se meó algo y casi se desmaya al comprobar que su llama se extinguía por momentos hasta que se recuperó luego, y a su hermano, sin poder evitarlo, le entró un tic nervioso sobre el ojo izquierdo; la mujer, llorosa ya, comprobaba que la serpiente de aire hacía una parada demasiado larga frente a su vela, no quería alejarse; y el viejo y el muchacho se despidieron al ver sus llamas casi apagadas, con una palmada en la espalda y un adiós entrecortado.
Pero ocurrió lo que ninguno pensaba: la vela del jefe se apagó; y al dar la cara por primera vez se le partió el cuello, y su cabeza rodó por las siete esquinas hasta que cayó al suelo, y desde un lugar tan bajo dijo: "Yo soy el traidor".
El viejo, por sabio, no pudo callarse: "Pocos son los traidores que no mandan”.

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