lunes, mayo 01, 2006

Los juguetes del padrino (2)

Me parecía imposible. Estaba rodeado de enemigos a un lado y a otro, y detrás también porque lo pude comprobar por el espejo retrovisor: ya nos encontrábamos en la autovía y aunque el peligro disminuyó la velocidad aumentó de forma considerable. El hombre del coche rojo, al que le había enseñado la foto, sacó la mano por fuera y me mostró un enorme póster de ella, donde contaba al menos ochenta años, más, muchos más, y sin embargo sólo podía tener dieciocho, veinte como mucho: intenté adelantarlo, pero no me lo permitió, es más, estuvo a punto de mandarme contra el bordillo y dejarme allí para siempre.
Precavido, temiendo que la ambulancia cogiera la primera salida y volviera a meterse en plena ciudad, tomé las medidas necesarias para no ser sorprendido. Y así fue, primero la ambulancia, después el coche rojo, detrás yo y a continuación por lo menos diez más que me perseguían: si estaba muerta, el entierro ya se celebraba y además con una comitiva numerosa de autos, que sólo se diferenciaban por la enorme velocidad que llevaban.
La mujer se empezó a levantar, a retirarse las vendas con parsimonia y a observar a través de la ventanilla, ahora triste, con una melancolía que se le notaba como un manto cubriéndole la cara, y yo supuse en el acto que temía la presencia del chófer del coche rojo: sin contemplaciones, a punto de provocar un accidente, lo adelanté a la altura de un paso de cebra y me coloqué justo detrás de la ambulancia.
―¡Bandido! ¡Sinvergüenza! ¡Asesino! ―escuché apenas.
La sorpresa me dejó atónito. Abrí y cerré los ojos para constatar la realidad; me bajé del coche y fui comprobando determinados detalles con el mayor esmero: la casa, de dos plantas, el perro, en la azotea ladrando como de costumbre, el bazar, enfrente, el poste de la luz, pegado a la fachada, y el número 87 en la puerta, pintado de negro, donde el chófer de la ambulancia tocó con la mano abierta, tres toques secos y apurados, hasta que salió Maruja, ya con el camisón puesto o quizás con una bata blanca, probablemente con los niños ya dormidos a aquella hora, pero sin la más mínima señal de que hubiera convertido su casa en un instituto para la muerte, ni ella, con sus miedos acostumbrados, estuviese desempeñando una profesión como la de médico forense que le parecería tan misteriosa, sobre todo después de la muerte en extrañas circunstancias de su marido. En fin, que cuando salí de casa, mi intención no era otra que llegar a donde estaba en aquel momento.
De pronto quise esconderme, no volver a encontrarme con la mujer muerta, y me subí al coche, cerré la portezuela y lo puse en marcha, siendo entonces cuando se cayeron las dos cajas que llevaba encima del salpicadero: la muñeca para mi ahijada y la ambulancia para su hermano, los hijos de Maruja.

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