lunes, mayo 08, 2006

El club de los ornitorrincos (2)

Algún fenómeno extraño tuvo que haber ocurrido. De repente vi todo cubierto por la letra a, cientos de letras iguales, quizás miles sólo acompañadas por una desprotegida y enorme o colgando sobre la piscina como si de un globo se tratara. Cerré los ojos, intenté volver a la realidad y caminando muy despacio, con la jarra de cerveza en la mano, me dirigí al mismo lugar donde estuve sentado antes, pero no era ficción, ni producto de mis fantasías, porque el club se había convertido en un enorme continente con idéntica forma a Australia y la o un infeliz ornitorrinco, tímido, asomando su hocico chato a la espera de que oscureciera.
Me propuse esperar acontecimientos, y muy pronto se desencadenaron: las mujeres entraban en los vestuarios, a menudo de dos en dos, y salían luciendo una cola ancha y sus cabezas habían disminuido y sus bocas convertidas en algo parecido a un pico de pato no llevaban el carmín acostumbrado; los hombres, somnolientos unos y mirones otros, sentados como yo bastantes y en menor número acostados en las tumbonas, comprobaban que sus ojos se les iban empequeñeciendo y la piel cubriéndoseles de un pelaje gris rojizo por la zona de la espalda y amarillo anaranjado por el pecho y el estómago.
Un chiquillo, con una toalla roja en la mano, se acercó a mí y me dijo: “Eh, oiga, ¿quiere ver lo bueno que soy toreando?”. Se me puso delante y dio dos pases al aire, pero le espeté: “Anda, pollo, búscate un amigo del pueblo para luchar y no copies cosas ajenas”. Por un momento creí haberlo conseguido, lograr que me dejara meditar, sin embargo, para mi asombro, antes quiso dejar las cosas en su sitio.
―¿No ve que aquí somos todos animales?
No pude hacer otra cosa que exclamar: “¡Dios mío!”. La piscina y todo el club ya no eran un continente sino un fantástico platipusario, todos éramos ornitorrincos, la mujer de la melena negra azabache excretaba chorros de leche por infinidad de tetas minúsculas esparcidas por su pecho y estómago, y el hombre alcohólico, el socio que exigía güisqui allá donde estuviera, un líquido venenoso por los espolones que, de improviso, le crecieron en los pies.
No me quedaba otro remedio: hice trizas la ficha y me alejé de aquel club, miedoso, tímido como un ornitorrinco, a medida que anochecía; aunque antes eché un vistazo al libro que flotaba en la piscina y vi, oportuno, que sólo le quedaban las tapas, hundiéndose poco a poco.

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