lunes, mayo 15, 2006

La viuda de los comediantes (1)

La conocí en una esquina de mala muerte, junto al mercado. Iba vestida con una falda negra, muy corta, y una blusa blanca, con encajes. Desde que la vi noté su viudez porque hablaba demasiado, se movía como si le picara algo y en sus ojeras la tristeza se le transformaba en alegría de vez en cuando.
―¿Busca algo, caballero?
―Sí. Desde luego. Un banco.
Me cogió de la mano ante mi perplejidad, y aunque yo pretendí desligarme, pues me sentía un niño pequeño, me sujetó con fuerza y empezó a hablarme de su marido, mientras caminábamos por calles estrechas, viejas y medio oscuras.
―Era un buen hombre, pero de poco carácter. Se dejaba dominar por todos, menos por mí; no se lo perdono. El padre, mi suegro, un sinvergüenza que ahí las está pagando, le sacaba la mayor parte del dinero, y yo sin poder comprarme un vestido.
A medida que íbamos avanzando en busca de la entidad bancaria yo, si me lo encontrara en aquel momento, lo señalaría con el dedo: alto, bien parecido, barbilampiño, sin malicia y cogido del brazo por una mujer idéntica a la que me llevaba a mí, sin poder soltarme.
El difunto marido estuvo de jefe en una fábrica de caramelos, y se murió de un ataque de azúcar. ―Antes debió quedarse tieso, porque así hubiera podido tener hijos con otro; pero míreme, fíjese bien en mí: aún me conservo, los hombres me miran como afanados, aunque ya, para qué.
―¿Dónde está el banco, señora?
La viuda no quiso responder a mi pregunta, incluso me dio la impresión de que no me escuchaba, y continuó su cháchara sin parar.
―El día que lo conocí supe que era mi hombre y el día que se murió entendí que me había equivocado con él.
Sacaba un pañuelo de su pecho escurrido y se secaba el sudor de la frente, pero no se detenía, cruzaba las calles tirando de mí, y a veces, viéndome casi arrastrado, escuchaba a una madre decirle a su hijo que se andara, que cruzara rápido, que si era idiota y aún no había comprendido, a su edad, que un coche podía atropellarlo, aunque ya no pasaban ni coches: las callejuelas, empinadas, con casas de una planta la mayor parte deshabitadas y en ruinas, me inducían a pensar mal, pues por allí ningún banco abriría una oficina, a no ser que fuera un banco de espíritus de gente llena de historia.
―¿Nos queda mucho, señora?
―Nada. Un poquito más allá. No se preocupe, hombre.
Empecé a dudar de mis magníficas y demostradas apreciaciones personales: ¿sería una fulana?, ¿se trataba de una engatusadora y me trasladaría al degolladero donde esperaba su amante? o ¿iba cogido de la mano de una loca con aspiraciones de bruja? No, seguro: era una viuda. Continuaba hablando sin descansar, ahora de una amiga, casada y con hijos, que engañaba a su marido pero que su marido cada día se sentía más feliz con ella, un poco alcahueta, bueno, una zorra de tomo y lomo con todas sus variantes, un ejemplar único al fin.
―Y gracias a esta amiga que le digo, porque si no estaría sola en el mundo, aunque tengo dos hermanos, fíjese usted, pero como si no los tuviera: ¡Dios está arriba!, no se preocupe

No hay comentarios: