Recordando a Don Quijote, creció en mí un sentimiento de poder que me convirtió en un defensor de grandes causas, y tal vez perdidas de antemano; al mirarme la palma de las manos, manos esqueléticas y sin un callo, caí en la cuenta de que necesitaba armarme: las piedras sueltas en la calle no eran suficientes, ni las macetas que resguardaban el frontis de una casa, ni siquiera el banco de madera que un vecino despistado olvidó junto a la puerta, sobre la minúscula acera; y entonces recordé la figura empobrecida del hojalatero, quizás con su tijera preparada para cortar la hojalata desde que terminara de amanecer.
Volví sobre mis pasos, crucé la plaza ahora más fría y húmeda, tomé la calle principal y, mientras avanzaba, comencé a escuchar el ruido de un fuerte viento que se acercaba, tal vez un torbellino dispuesto a acabar con mi paz y con la buena obra que iba a realizar: el zumbido de los pinos y los cipreses arriba, las brumas huyendo despavoridas de los riscos y las hojas de los árboles ya empezando a cubrir la calle me hicieron miedoso y que me resguardara bajo el desmesurado dintel de una casa en ruinas.
Como si fueran desfilando, pasaban delante de mí y los traía el viento. Un constructor de edificios, con cara maléfica y manos hinchadas fue el primero, arrastrando con un hilo fino una voluminosa retroexcavadora, mientras su mujer, montada en un lujoso coche, sacaba una banderita verde y la agitaba para llamar mi atención. Más tarde, mostrando altanero su corbata roja, escoltado por dos guardias hambrientos, un hombre que trataba de enseñar su importancia me dijo adiós y yo no le correspondí. A continuación, la misma mujer con quien bailé una noche en Puerto Rico, morena, de ancas poderosas que, recordando en aquel instante, me había prometido cruzar el Atlántico y volvernos a ver, y a bailar un tango agreste, a pesar del interés que puse, aunque sin abandonar el lugar donde me parapetaba, no se dio por conocida, al contrario, se dejó llevar por el viento mientras abrazaba a un negro sudoroso. Detrás, gente de todas las razas, armadas con picos y azadas, seguían en la misma dirección, incluso un niño, al final, llevando una carretilla cargada de palas y mechas, y el hojalatero, portando dos lecheras destapadas donde se divisaba la pólvora y algunos cartuchos ya preparados.
Miré hacia atrás y vi como el torbellino se alejaba camino de las estatuas, porque giró a la izquierda después de pasar la plaza. Dudé: nada conseguiría yendo al taller del hojalatero para robarle la tijera. El amanecer dejó de serlo, el roque se alumbró en lo más alto, las toses de los vecinos del pueblo blanco empezaron a escucharse, las puertas a abrirse poco a poco y las mujeres, llenas de legañas, como un ritual a barrer las inmediaciones de sus casas y a cuchichear.
Me fui acercando con lentitud a mi coche, caminando por el centro de la calle, dando unos buenos días tranquilos a todos y recibiendo otros extrañados; a medida que avanzaba, los murmullos no se hacían esperar, y siempre con la pregunta de quién será, tú; cuando ya había decidido marcharme, regresar a la ciudad, el niño estatua llegó corriendo, me tiró de la chaqueta una vez más y al tratar de hablarme se desmoronó junto a mis pies.
Qué nadie me pregunte lo que pasó en aquel amanecer, porque no estoy dispuesto a decir una sola palabra, aunque me coloquen tres cargas de dinamita colgadas del cuello.
Volví sobre mis pasos, crucé la plaza ahora más fría y húmeda, tomé la calle principal y, mientras avanzaba, comencé a escuchar el ruido de un fuerte viento que se acercaba, tal vez un torbellino dispuesto a acabar con mi paz y con la buena obra que iba a realizar: el zumbido de los pinos y los cipreses arriba, las brumas huyendo despavoridas de los riscos y las hojas de los árboles ya empezando a cubrir la calle me hicieron miedoso y que me resguardara bajo el desmesurado dintel de una casa en ruinas.
Como si fueran desfilando, pasaban delante de mí y los traía el viento. Un constructor de edificios, con cara maléfica y manos hinchadas fue el primero, arrastrando con un hilo fino una voluminosa retroexcavadora, mientras su mujer, montada en un lujoso coche, sacaba una banderita verde y la agitaba para llamar mi atención. Más tarde, mostrando altanero su corbata roja, escoltado por dos guardias hambrientos, un hombre que trataba de enseñar su importancia me dijo adiós y yo no le correspondí. A continuación, la misma mujer con quien bailé una noche en Puerto Rico, morena, de ancas poderosas que, recordando en aquel instante, me había prometido cruzar el Atlántico y volvernos a ver, y a bailar un tango agreste, a pesar del interés que puse, aunque sin abandonar el lugar donde me parapetaba, no se dio por conocida, al contrario, se dejó llevar por el viento mientras abrazaba a un negro sudoroso. Detrás, gente de todas las razas, armadas con picos y azadas, seguían en la misma dirección, incluso un niño, al final, llevando una carretilla cargada de palas y mechas, y el hojalatero, portando dos lecheras destapadas donde se divisaba la pólvora y algunos cartuchos ya preparados.
Miré hacia atrás y vi como el torbellino se alejaba camino de las estatuas, porque giró a la izquierda después de pasar la plaza. Dudé: nada conseguiría yendo al taller del hojalatero para robarle la tijera. El amanecer dejó de serlo, el roque se alumbró en lo más alto, las toses de los vecinos del pueblo blanco empezaron a escucharse, las puertas a abrirse poco a poco y las mujeres, llenas de legañas, como un ritual a barrer las inmediaciones de sus casas y a cuchichear.
Me fui acercando con lentitud a mi coche, caminando por el centro de la calle, dando unos buenos días tranquilos a todos y recibiendo otros extrañados; a medida que avanzaba, los murmullos no se hacían esperar, y siempre con la pregunta de quién será, tú; cuando ya había decidido marcharme, regresar a la ciudad, el niño estatua llegó corriendo, me tiró de la chaqueta una vez más y al tratar de hablarme se desmoronó junto a mis pies.
Qué nadie me pregunte lo que pasó en aquel amanecer, porque no estoy dispuesto a decir una sola palabra, aunque me coloquen tres cargas de dinamita colgadas del cuello.
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