martes, mayo 30, 2006

Noche de copas y loros (2)

Con los primeros cortes a la pata de cerdo salió a relucir la pelirroja, la hija del viudo patrón de barco de pesca que vivía cerca del cementerio. Sólo el flaco le había seguido la pista: se casó con un moro cojo y al día siguiente la mató un camión. Recordaban aquellas serenatas con instrumentos tan peculiares como latas vacías de aceite de oliva y botellas de anís; no se olvidaban de las partidas con los dados, bajo el ficus que oscurecía una buena zona delante de la casa, para jugarse el orden de las visitas; tampoco podían callarse, entre carcajadas y brazos en alto y algún aplauso esporádico, que al gordo siempre le tocaba el último, cuando en el depósito ya se había formado un lodazal, tal como decía él entre bromas y veras.
―El destino, amigos, desde aquel entonces, me tenía reservado la profesión que hoy desempeño de empresario dedicado a la venta de leche.
―¡Si Ramona se enterara! ―dijo el rubio.
―Tal vez, cosa que no dudo, me aconsejaría que abriera otra fábrica. ¡Joder con el afán que tiene por ganar dinero!
Aún salieron a relucir otros recuerdos imborrables, como el día en que citaron a sus respectivas novias para celebrar una fiesta un domingo por la tarde en la casa del hombrón y se olvidaron de ellas por culpa de unas extranjeras viejas, o la despedida de soltero del flaco que acabaron en los cuartelillos de un pueblo y casi no llegan a la hora de la boda, o la ocasión en que decidieron vestirse de fantasmas y asustar al vecindario saliendo apaleados, y hasta la noche del Sábado Santo, que las copas les dio por irse a confesar y el cura los echó de la iglesia con malos modos.
―Yo se lo digo a mi mujer: "No voy, Felisa; qué no voy, carajo, porque me echaron un día" ―aseguró convencido el gordo―. Cuando nosotros lleguemos al cielo ya tendremos justificación, cosa que otros no podrán decir, compañeros.
El flaco había oído la palabra dinero. Las cosas le iban mal, y empezó a recibir mil consejos, otros tantos reproches, lo tachaban de torpe y le abrían los ojos con el y si no fíjate yo en poco más de 10 años, pero ni una sola peseta, ni siquiera el aval para sacar un crédito que le iba a servir para cancelar otros tres más caros, y se quiso ahogar con la enésima copa.
―Come, macho, y piensa que todo va saliendo; y bebe menos, joder ―dijo el hombrón.
La última frase, la del yo entre alucinaciones, cuando los loros se pisan las palabras, comenzó a predominar, junto a ¿nos echamos otra? y al ¡total! El hombrón no había conseguido riquezas, sin embargo, se conformaba, porque él aspiraba a ser un hombre, no un esclavo de la vida, mientras, el rubio le decía al flaco: "Yo, aunque tú no lo creas, y mi mujer, también, hemos volcado nuestras vidas en un precioso gato, ya que Dios no ha querido darnos hijos: ¡ni dinero, ni letras, ni nada!" El calvo, subiendo el tono de voz, sabía que la gente no lo apreciaba, pero sólo él era conocedor del corazón tan grande que llevaba dentro y de las limosnas que entregaba a menudo, y el flaco se tomaba la penúltima y decía claro, claro. Por fin, el gordo, balbuceando, recordó a su secretaria y a Felisa, su mujer, y a su mujer y a la secretaria, y a las dos confundiéndolas, porque ya no necesitaba jugar a los dados.
Aquella misma noche alguien oyó a unos hombres dando una serenata frente a la puerta del cementerio.

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