jueves, mayo 04, 2006

La raya (1)

La cogió y fue arrastrándola allá por donde iba. Roja, con unas motas verdes, llamaba la atención de todos, pero a él no le importaba, al fin y al cabo era lo único que tenía.
―¿No te pesa, muchacho?
―Qué va. Y si me pesara no la abandonaría, por nada del mundo.
Entró en un bar y pidió un ron. Encima del mostrador, de igual manera que si se tratara de un látigo, depositó la raya. Miraba afuera y regresaba luego recorriendo con la yema de los dedos toda su extensión, acariciándola, buscando en ella el camino que debía emprender, tal vez a América, o al continente africano, donde entre negros la vida tendría que ser blanca, transparente de corazón.
―¿Sigues pensando en marcharte?
―Desde luego, caballero. Hoy me siento seguro, porque he visto a mi raya cimbreándose, sin que nadie la tocara, eh.
Los trabajadores de la fábrica de cemento entraron alborotando. Uno, grande, corpulento y con un gesto de toro y barriga de vaca, pidió una raya de ron, y él se enfureció al sentirse aludido: colgado de la pechera, como un muñeco mecánico, pataleaba y le exigía al hombre que no volviera a mencionar la raya, aunque fuera de ron, pero apenas pudo decir otra cosa, porque salió despedido y cayó en medio de la calle, maltrecho, llorando a lágrima viva, rogando por favor que no le quitaran su raya.
Esperó a que se marcharan todos. Parecía un gato apaleado, arrastrándose por entre las banquetas. Alargó la mano hasta el mostrador y la cogió raudo, ante la mirada atónita y precavida del camarero, y se marchó de la misma manera, hasta que estuvo lejos del bar, en la alameda triste donde los álamos sólo mostraban sus troncos desnudos.
La puso en el centro. Contando las pisadas averiguó su largo: 2 metros y 25 centímetros. Entonces empezó a saltar sobre ella con sumo cuidado para no pisarla, tratando de alegrarla con sus juegos; a veces se escondía, parapetándose detrás del kiosco de la música, sin embargo, igual que una lombriz, la raya lo perseguía y se paraba junto a él, cerca de las piernas en ocasiones y sobre la cabeza en otras. Asustado, poco después, se la echó al hombro como si se tratara de una caña de azúcar y se fue escondiendo la cara, porque aún le quedaban algunas cosas que hacer si no lograba evitarlo.
―Se habla de ti, muchacho: ten cuidado.
―La gente habla de la gente, siempre ha sido así. Adiós.
Quizás estuviera más seguro dentro de la iglesia, pero cambió de opinión: la raya se le podía perder si le afloraba la conciencia; o en la funeraria, entre los féretros silenciosos, aunque tampoco: no deseaba flirtear con la muerte; o en el sótano de los mercados municipales, imposible: allí estaría muy cerca del infierno y además en compañía de las ratas, capaces de comerse su raya.
―¿A dónde vas tan tarde, pollo?
―A conversar con la Luna, señor.

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