miércoles, mayo 24, 2006

La historia maldita de la señora Rita (1)

El mismo día que cumplió los treinta años la abandonó su novio, eso fue un domingo, y el lunes siguiente se marchó corriendo al convento de las clarisas y se hizo monja, para desgracia de la comunidad religiosa.
―¿Qué fue monja la señora Rita?
―Y de las buenas, sí señor.
Rita nació tal día como hoy, un 13 de agosto, en medio de una tormenta de verano, justo cuando un rayo partió a su padre y al caballo que montaba por la mitad, allá muy cerca del tabuco, donde a los 14 años le entregó todo a su novio a las 12 en punto, sin un reparo, confiada en que aquel hombre la llevaría al altar y estaría a su lado hasta el final de sus días.
―Las vueltas del mundo son muy grandes.
―No: grandes hijos de perra son los hombres, que siempre se han creído que el mundo está a su disposición.
Criada por una vecina, nunca mejor dicho, amamantada como Dios manda incluso con los 4 años cumplidos, la vida de Rita se convirtió en constantes eslabones de una cadena partida que se iban separando poco a poco, el primer trozo antes de entrar al convento y el segundo después de salir de él con un hijo bajo el brazo, sin pan y sin hábitos, pero decidida a ser una verdadera señora, respetada, tan querida como odiada, decidida a cumplir con los designios de Dios.
―Y qué es del hijo. ¿Se sabe algo?
―Nada. Alguien dijo que salió de madrugada montado en el caballo de su abuelo, el que partió un rayo por la mitad, y hasta la fecha.
Por su culpa, la vecina y ama de cría, mató a su marido. Estaba aprendiendo a coser cuando él entró; la mujer le preguntó a su marido que de dónde venía, sin mirarlo apenas; él le contestó que del bar, que había estado echando una partida de cartas con los amigos, como de costumbre; Rita dejó la labor, lo miró profundamente a los ojos, le puso una mano sobre el regazo a su madre de cría y le dijo que mentía, que nunca entraba al bar ni a tomar café, que todas las tardes se pasaba horas en casa de Josefa, adonde llevaba regalos, comida, y vestidos lindos.
―¿Lo mató?
―Allí mismo quedó despatarrado, y en el juicio más tarde, fíjese usted, lo único que no se aclaró fue quién le clavó una aguja en los ojos.
Ya las monjas la conocían, pues el mismo día del crimen la recogieron por una semana, junto a su hermano de leche. Cuando tocó en la puerta, ese domingo, serena, dueña hasta de sus párpados, la madre superiora trató de tomarla por el brazo, pero arisca, sin dejarse tocar, le dijo que le echara una mano para destinar su vida a Dios y olvidarse de los hombres.
―Siempre me pareció una mujer de temperamento, entera.
―Una vez oí decir que la escucharon llorando.

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