sábado, mayo 06, 2006

El club de los ornitorrincos (1)

Entré con ciertos reparos. Bajando las escaleras, frente, en la recepción, un conserje, con bigotito hitleriano y culo servicial, me dio las buenas tardes mientras me entregaba una ficha, y le sonreí, lo mismo que hice a un chiquillo que trataba de recoger del suelo un caramelo, asustado, sabedor de que hacía algo malo, pero la suerte la tenía de su parte porque, desde luego, yo, un solterón casi perdido, no era su padre, ni siquiera el gordinflón que lo empujó para poder pasar, aunque le dijo apártate, hijo, que pareces atontado.
El club parecía concurrido. Las piscinas, llenas de nadadores, daban la impresión de estar a punto de rebosarse: unos, perfectos atletas; otros, presumiendo de una técnica de la que carecían; incluso, algunos sosteniéndose con flotadores: un imbécil, braceando como un camello, me mojó los zapatos, y me cagué en su estampa. En las hamacas, a pesar de la hora, ya cayendo la tarde, dos o tres hombres y bastantes mujeres tomaban el sol lleno de flojera, o eso al menos querían hacer creer. Y llegó el instante de elegir asiento, encender un cigarrillo y tomar contacto con lo que me rodeaba.
En el centro de la piscina flotaba un libro, abierto por la mitad, con tapas de un color que no lograba definir, y las grafías se iban alejando de cada página, lentamente, como fideos, o mejor, igual que garbanzos hinchados; una hache se le metió a una niña en la nariz, y a pesar de sus esfuerzos no se la podía sacar, hasta que el monitor le dijo hedionda, deja eso para otro momento y saca los brazos con fuerza; alguien sopló lo suficiente, tal vez fue un chiquillo pecoso con cara de hambre, y una pe alzó el vuelo y fue a parar en medio de los muslos de una rubia que estaba sentada frente a mí, en la otra orilla: abriendo las piernas sin remilgos, más de lo que las tenía, trató de recogerla y dejó al fin su sexo al descubierto, de araña roja, liso, recién albeado seguramente; entonces me pregunté cómo era posible que nadie viese la capa de letras sobre el agua cubriendo la piscina, hasta el punto que le dije a la mujer que acababa de sentarse a mi lado, con un pantalón muy corto que dejaba ver unos muslos bien afeitados, si veía algo raro, pero me contestó que no y se fue coqueta a pasear moviendo las caderas de una manera excesiva.
Decidí tomarme una cerveza y me fui a la cantina. El cantinero, un muchacho joven y de buen talante, me sirvió sin mirarme, porque sus sueños estaban sobre el trampolín, donde una rubia musculosa no se atrevía a lanzarse, mientras él pensaba en abandonar el trabajo y recogerla en sus brazos, mecerla sobre el agua, besarla y regalarle un refresco: sí, era una ce, primero, pero luego alcancé a ver dos y más tarde tres; quizás el autor de aquel libro con vocación de deportista escribió las palabras camarero, cabrón y conquistadora en la misma página, muy cercanas.
Se apoyó en el mostrador con los brazos extendidos y pidió un güisqui; el camarero le dijo que no se despachaba güisqui allí, sino en el bar, y el hombre, soberbio, le espetó su condición de socio del club y le exigió que partiera en busca de una botella adonde fuera: tres niñas, de apenas cinco años, miraron al cantinero salir llenas de angustia, porque presentían que no iba a venderles sus helados tan difícilmente autorizados, pero no, se los dio la paciencia; una mujer, alta, de melena negra, azabache, estilizada, tonta y barata, se acercó al hombre y le dijo que si otra vez con las mismas, sin embargo, haciéndose el sordo, él se dio media vuelta y se quedó observando la salida de los cuartos de baño, aunque no vio otra cosa que a su estúpida esposa, paseándose con descaro delante de los monitores, provocando a unos y a otros, sobre todo a los padres que esperaban que sus hijos finalizaran la sesión diaria de natación, a veces agachándose para enseñar sus pechos de albaricoque, rosados y con un pezón de pipa, a simple vista duros.

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