Los cinco que se creían magníficos entraron casi a un tiempo en la estancia. El más gordo y bajo de ellos, levantando los brazos, riendo sin gracia, dijo que por fin estaban juntos, bueno, y bien surtidos también, mientras le echaba el brazo por encima al más flaco, que ya se servía una espléndida copa de ron y sorteaba en un plato blanco de plástico la elección de una aceituna negra.
―Calma, hermano ―le dijo el gordo al flaco―, espera para brindar por este reencuentro después de tantos años.
―Lo siento, primo, hace mucho tiempo que perdí la paciencia y que esperaba este momento.
Levantaron las copas, las chocaron con ganas, tomaron seis veces seguidas, menos el flaco, que lo hizo una más. El rubio, un hombre con mirada triste y de cuerpo excesivamente blanco, alzó la copa rogando a la vez que el próximo año no olvidaran la cita, porque las amistades había que alimentarlas, y mirando las viandas estuvieron de acuerdo, es más, dos al unísono coincidieron, con el asentimiento del resto, en que eran unos abandonados. El de carácter más fuerte, un hombrón de casi dos metros, tomó la palabra luego y la aprovechó al ver tan interesados a sus amigos; dijo que la amistad era algo más que beberse unas copas juntos, que algún santo, o Dios mismo, debió crearla con la única intención de que los hombres se ayudaran unos a otros; y se brindó a secas, nada más. No quiso dejarlo para más tarde el calvo de gesto antipático, porque temía que se le perdiera la frase que consideraba lapidaria: "Por los hombres, por los humanos, por nosotros los aquí presentes, que hemos sido capaces de convertirnos con el tiempo en ejemplares cabezas de familia". El gordo y gracioso, con premura, apenas llegaba a ejecutar el sorbo correspondiente, ascendió su copa con ambas manos, se puso en el centro de los reunidos, fue realizando el tin, tin con cada uno, se mantuvo en silencio breves instantes y espetó: "Brindo porque veo a mis amigos felices. Brindo porque Felisa no me va a controlar las copas que me voy a echar. Brindo, me cago en la leche, porque no escucho ningún chiquillo llorar". Rieron con ganas, y ya sólo faltaba el flaco, quien se hizo rogar, no encontraba su brindis ni tomándose lo que le quedaba en la copa, ni llenando otra hasta el borde, pero al fin lo logró: "Que de este encuentro salga con todas mis deudas satisfechas". Y todos después brindaron por la vida.
Sentados alrededor de una mesa formada por un tablón sobre unas cajas de madera, comiendo con glotonería y bebiendo como si no lo hubieran hecho en otra ocasión, pronto llegó la fase del te acuerdas. El flaco, bebedor empedernido desde su juventud, recordó como bajo una borrachera, la noche de Reyes, se le ocurrió regalarle, muy bien envueltos en papel de estraza, un par de huevos al cura y otros tantos al afeminado del sacristán.
―Se le rompieron desde que se los diste, ¿te acuerdas? ―señaló el calvo.
―Es que a los jodidos les gustaba mucho apretarlos ―sentenció con una risa estentórea el gordo.
lunes, mayo 29, 2006
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