martes, mayo 16, 2006

La viuda de los comediantes (2)

No sé por qué intuí que la última casa de la derecha, sin puerta ni ventanas, era el banco que buscábamos desde hacía casi media hora, veinticinco minutos exactos, cosa que pude comprobar mirando el reloj a duras penas, pues la viuda se apresuró aún más mientras nos acercábamos.
―No veo ningún rótulo de banco, señora.
―Pues está muy cerca, caballero, y no se vaya a sorprender, ni a gritar, porque por aquí nadie lo va a oír.
Me acordé de mi padre en seguida:
―Las apreciaciones suelen ser falsas a menudo, hijo.
No pude hacer otra cosa que ponerme tenso, esperar acontecimientos, revolver en la mente para defender mi integridad si llegaba el caso.
―Pase usted primero.
Sólo las cuatro paredes. El suelo, de azulejos antiguos, estaba recién barrido, y en él se notaba el lugar que algún día ocuparon los tabiques de la casa. En un rincón, me percaté más tarde, sin resguardo alguno, un retrete con vasija de madera. Las dos ventanas, en la fachada, con los marcos hechos trizas. Y al fondo, ¡Dios!, un banco de madera: grande, vetusto, brillante, con una raja en el centro, ocupado por tres marionetas perfectamente confeccionadas, dos hembras y un macho, todas sonrientes, como si se alegraran de mi llegada, aún asido por la mano de la viuda.
―Son mis comediantes.
―Serán sus marionetas, ¿no?
Me preguntó de inmediato si pretendía ingresar o sacar dinero, y no pude contestarle. Después de esperar mi respuesta durante un tiempo prudencial, empujándome con cierta familiaridad, me llevó hasta el banco y me pidió que me sentara, entre las dos marionetas hembras, al tiempo que sacaba de sus senos dos folios garabateados donde se recogía el papel que yo debía representar.
―Lo siento, señora, no soy un comediante.
―Usted es, desde este momento, mi nueva marioneta.
―¿Por qué lo confunde todo, señora?
No. Estaba segura de sí misma. Sabía muy bien lo que se traía entre manos. La vi agacharse y sacar unas piezas de ropa debajo del banco y en un santiamén cambiarse: un traje blanco, inmaculado, de boda, y una rosa también blanca, de tela, sujeta al pelo, la transformaron, parecía otra.
Me pidió que abrazara a la marioneta de la izquierda, que la besara y le dijera amor mío, pero me negué en redondo; entonces me arañó con sus afiladas uñas y me amenazó con hacerme comer un caramelo de la fábrica de su difunto marido. Más tarde, después de limpiarme la sangre de la cara ella misma, me ordenó que lo hiciera con la de la derecha, y lo hice, no me quedó otro remedio, pues me hubiese dejado marcado para siempre.
Cuando posé mis labios sobre los muertos y resecos de la marioneta sentí una impotencia tan grande que, lleno de rabia, la levanté y se la tiré a la cara. Y al instante, quizás aún la marioneta por los aires, aparecieron diez o doce aplaudiendo entusiasmados y asegurando que la escena no se podía hacer de otra manera.
Me sigo preguntando de dónde salieron los comediantes.

No hay comentarios: