viernes, mayo 05, 2006

La raya (2)

Puso la raya en posición vertical apoyada en una piedra. Se desnudó: había enflaquecido lo bastante en una semana para pasar desapercibido por la noche. Antes de iniciar una oración, de rodillas mirando al suelo, intentó mear, pero no pudo. Cuando comenzó a subir se dio cuenta de que la raya iba creciendo en la misma medida que cada uno de sus pasos, y variaba de color, y se hacía más gruesa, y nacían en ella cardos espinosos, y antes de llegar a la Luna cambió de dirección regresando a tierra firme: comprendió en seguida que no había un lugar por donde escapar.
Un perro vagabundo lo esperaba abajo, moviendo el rabo en señal de saludo; el piso, húmedo por el sereno, lo alertó de que las cosas irían empeorando; mientras se vestía, en un instante de sosiego, recordó las palabras de su padre: "No te importe ser pobre, muchacho; pero preocúpate cuando dejes de ser honrado". Y dijo con un grito pelado, sorprendiendo al perro: "No me jodas, padre: cuánta razón tenías".
Quiso guardarse la raya y se la metió por la pata del pantalón y doblándola hasta debajo mismo del sobaco. Emprendió una marcha cansina sin rumbo fijo. Miraba atrás de vez en cuando por si quedaban sus huellas marcadas en la calle húmeda, sin embargo, como por ensalmo, sólo distinguía las del perro, y decidió espantarlo, darle dos patadas en la barriga a pesar de la amistad desinteresada que acababa de ofrecerle, con su hocico de infante y sus ojos limpios y sus orejas en sobre aviso. Ya solo otra vez, exponiéndose al peligro de perder su raya, acabó diciendo : "¡Maldita mi estampa y maldito mi destino!"
Nunca creyó ser tan torpe. Pensó que aquel edificio grande con forma de cruz griega y ventanas enrejadas era un convento, donde la paz de los hombres no se veía interrumpida sino por la campanilla de llamada a los monjes, donde los hombres se resguardaban de las inclemencias de la vida: “¡Craso error!”“-dijo poco antes de ser esposado.
La puerta de hierro pintada de negro lo aterrorizó. Con grandes esfuerzos, haciendo lo imposible para que no lo descubrieran, fue sacando la raya de entre los pantalones, hasta que la empuñó con ambas manos como si fuera una espada. El guardia tocó en la puerta con la culata de su fusil y gritó: "Abran, compañeros, para encerrar a este pájaro".
―¿Qué hago, padre?
―Paga, hijo; y vuelve a ser honrado.
La raya se le cayó de las manos. El golpe sonoro estampándose en el suelo puso en guardia a quien lo era, y a los carceleros y a su mismo padre: el momento tan temido había llegado y él no supo muy bien lo que hacía.
Huyó. Corrió como lo había hecho el perro un rato antes. Se sintió un animal acorralado. Vio que alguien colocó detrás de la puerta su raya, la raya de su libertad, y se abandonó a la suerte de los demás, casi muerto, sin ilusión ya para emprender una nueva aventura de juventud.

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