martes, mayo 09, 2006

Destino: la tierra (1)

Estoy tan sola en esta casa tan grande. ¡Si al menos me vivieras tú, Antonio! No, ninguno de los 7 vienen. Ayer, la que estuvo aquí fue tu prima Leocadia: no ha cambiado nada, ni siquiera su peinado, como una oveja siempre; y me dijo, no perdiendo su mala lengua, que el culpable de todo lo que me pasa eres tú, ¡fíjate!, porque no me dejaste dinero suficiente para que los buitres de nuestros hijos mostraran algún interés por mí. Nada: no hagas caso a quien no merece la pena.
Me gustaría que vieras mis piernas. Mira, me levanto el traje: parecen los troncos de dos eucaliptos. No sé por qué diablos me hincho toda, ni el médico, don Juan, que es lo peor, tampoco se lo explica. Y los achaques de costumbre: la cabeza, por la mañana; los dolores en la espalda, después del mediodía; el estómago, por la noche; y el corazón, a todas horas, querido. ¡Cuánto te echo de menos!
La casa, nuestra casa, se está cayendo a cachos, y ni Manuel, a quien con tanto esmero le enseñaste la profesión de albañil y hoy es un magnífico arquitecto, se molesta en darle unos retoques. A veces pienso, Antonio, que no supimos educar a nuestros hijos, que nos empeñamos en hacerlos honrados y trabajadores, pero nos olvidamos de que aprendieran a ser humanos, a querer y a respetar a sus padres: ¡ni uno solo de ellos te ha llevado flores al cementerio!, y mira que les he rogado desde que yo no me valgo. ¡Cómo estará esa tumba! De repente te ha crecido hasta mala hierba y no te deja descansar en paz.
Sí. La vida es triste y el destino el mismo, sin lugar a dudas. Cuando se empieza a estar mejor dormida que despierta pocas cosas importan. Apenas me asomo a la ventana y, si lo hago, más bien para despejarme, hablo con algunos vecinos, a la hora de la tardecita generalmente. Quizás sepas ya que Ramoncito, el barbero, se murió, aunque no creo que lo hayas visto por ahí, porque con lo ruin que fue no puede estar en el cielo como tú, y su mujer, la pobre, se quedó paralítica y se la llevaron al asilo. ¡Ay, qué torpe soy! No hago otra cosa que contarte penas.
¿Te acuerdas de aquel chiquillo que tú le decías Lunero? Sí, hombre, el que tenía cinco lunares grandes en la cara. Pues bueno, la semana pasada se paró con una potente moto delante de nuestra ventana y me saludó, y me preguntó por ti, y se entristeció al conocer la noticia de tu muerte, porque me aseguró que ningún hombre, ni su padre mismo, le ayudó tanto en la ocasión que lo arrestaron por revolucionario; al recordar las visitas que le hiciste en la cárcel, y que según sus propias palabras -cosa que yo no sabía, bandolero- fueron muchas con el riesgo de que te implicaran a ti también, me fue enumerando los obsequios que le llevabas en la talega del pan, incluso se acordaba de los calzoncillos, los mismos que yo, durante un buen tiempo, no me explicaba cómo habían desaparecido: siempre tan callado y sabio, Antoñito, hasta para robar calzoncillos a tus hijos. Ahora, créeme, me alegro de lo que hiciste: él me ha prometido que no dejará de venir a verme todas las semanas y nuestros hijos, ya ves, nunca encuentran tiempo.

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