martes, mayo 02, 2006

Aquel amanecer (1)

Me había levantado de madrugada y sentí deseos de echarme fuera de la casa, escuchar los primeros trinos de los pájaros y oler la aurora. Cuando me bajé del coche, allá en el pueblo blanco y desierto, percibí la verdadera sensación de estar vivo, y fresco como una lechuga. El hojalatero, la primera persona con la que me topé aún a oscuras, me dijo: “Con Dios, caballero”; y yo le contesté: “Con los dos, buen hombre”.
Aspiraba el aire frío de montaña con la intención de tragármelo todo. Mis pasos, sobre el suelo empedrado, se convertían en algo íntimo y hasta sensual, desde luego, y decidí descalzarme, incluso quitarme los calcetines: el frío me fue subiendo lentamente, con cada paso, poco a poco junto a mis pálpitos acompasados.
Los bares cerrados. La tienda de la plaza con sus cestos guardados. El cuartel de la guardia nacional sin un ruido de grilletes. La iglesia muerta, sólo con su puerta entornada a la espera de la primera vieja casi apagada, y el campanario distante: sonaron quejumbrosas, quizás desperezándose, las siete campanadas en la torre y se levantaron otras tantas palomas a un tiempo alzando el vuelo como aplaudiendo. Y la plaza.
Me senté en un poyo, con la espalda apoyada en la pared de la iglesia. Cerré los ojos. Escuché: silencio; somnolientos, los pájaros saludándose; el aire fino, y frío, casi imperceptible; la tórtola arrullando, elegante sobre la pérgola de una casa señorial; los ronquidos del cura en la sacristía y los alientos agónicos de un gorrión caído de su nido. Abrí los ojos: la cumbre retozando entre las brumas; el roque, impertérrito, demostrando su mal carácter; y las retamas extendiendo su colcha amarilla con el propósito de lucirla durante el día.
Tomé una enorme bocanada de aire y mientras tanto imaginé que estaba solo en el mundo, que todo se encontraba a mi disposición, incluso el cementerio que divisaba desde allí, rodeado de cipreses arrogantes y dejando asomar la cresta de alguno de sus nichos vacíos, a la espera, pacientes, sabedores de que algún día, tarde o temprano, uno de ellos sería el elegido para que descansaran mis huesos.
Decidí ponerme los zapatos, pero antes, cuando introducía mis pies en los calcetines, me percaté de que tenía los dedos tumefactos y que debajo del talón corría, profundo, un barranquillo de aguas cristalinas, donde unos sapos amarillentos saltaban de piedra en piedra como si estuvieran jugando al escondite.
Hecha con muy mala leche, seguro, porque sus peldaños traicionaban cada uno de mis pasos, subí la escalinata de la plaza a trompicones y con cierto temor a caerme donde nadie iba a echarme una mano para levantarme. Luego, la calle, empinada y estrecha, me recordaba una de Puerto Rico, con tres esculturas al fondo: un hombre con la cabeza partida donde aún se encontraban restos del sable matador, una mujer preñada con las piernas tan gruesas como su barriga y un niño manco y lloroso. Caminaba despacio, sin quitarles la vista de encima, tratando de averiguar qué representaban, y de repente, al llegar a su altura, noté que el niño me tiraba de la chaqueta, me pedía ayuda porque alguien, quizás un hombre vendido, llegaría muy pronto a derribarlos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Por casualidad he encontrado su blog y llevo dos días leyendo sus relatos y la verdad que me han impresionado. Se nota que usted tiene oficio al escribir, es un buen escritor, y una enorme sensibilidad que se trasmite en cada frase. Lo seguiré cada día pues estoy seguro que voy a aprender mucho de usted. Las historias me están cautivando.

Un universitario de Filología.