martes, mayo 23, 2006

Camino de la oscuridad (2)

No contestó. Avanzaba entre vitrinas y mesas y estanterías como si sorteara su destino: la figura enflaquecida de Caridad parecía intentar recorrer todos los pasos que había dado el mundo en un santiamén; hasta que llegó al final, y lo esperó bajo el marco de la puerta principal, paciente, temblorosa, con los brazos en jarras, muy parecida a un espantapájaros.
―¿Tú qué pretendes, zoquete? ¿Te parió tu madre para reírte de mí?
―¿Cómo te atreves, mujer?
La momia se movió por primera vez en el último siglo al darle Caridad la bofetada que tanto meditó, y despavorida, huyó del lugar mirando hacia atrás de vez en cuando, mientras sorteaba con negligencia el intenso tráfico.
¿Por qué a ninguna de las dos le había preguntado su profesión? Pensó en seguida que una mecanógrafa podría ser su mujer ideal, aquella que en el lecho de muerte le definió su santa madre, y marchó en su busca: escaleras abajo del centro comercial, seguro de sí mismo, raudo, recordó a la chica rubia de la agencia de viajes.
Apoyado en la pared, frente a la cristalera llena de ofertas para disfrutar unas merecidas vacaciones, decidió esperarla; sin quitarle la vista de encima, siempre escribiendo a máquina, por el hueco que dejaba un camello de Africa abajo y una morena del Caribe arriba, rogaba a todos los santos para que aquélla fuese su prenda hembra, la que con verdadero ahínco buscaba y no lograba encontrar; y al verla levantarse y sacudirse su falda azul, sintió un repentino dolor en el pecho, y tuvo que sentarse, revolcarse casi sobre la acera hedionda, hasta que ella pasó muy cerca y se preocupó por su estado.
―¿Te ocurre algo?
Jamás había escuchado un tono de voz tan dulce, ni vio moverse unos labios de una forma tan delicada y un talle rayando la perfección sobrenatural.
―¿Me ayudas a levantarme? ―alcanzó a decir extendiendo su brazo.
Caminaron despacio uno junto al otro sin decirse algo. Atrás quedó la agencia de viajes, el viejo banco de piedra en medio de la renovada plaza y la calle de acceso al centro comercial. Por el paseo, entre cocoteros y farolas igual que gigantes, él se decidió a contarle sus experiencias con las dos únicas mujeres que había pretendido en su vida.
―¿Tanto necesitas una compañera? ―le espetó ella con calculada curiosidad.
―Sí: igual que respirar.
―También yo te puedo rechazar.
Él no quiso escucharla y se limitó a entrelazar sus dedos con los de ella percibiendo un calor distinto al de las otras; luego, sin la menor duda, la besó entusiasmado una, dos y tres veces seguidas, con besos urgentes, parado frente a Noelia, la mecanógrafa, quien sin perder la compostura, usando las partes prolongadas en que terminaban sus manos y que más oficio tenían de todo su esbelto cuerpo, le brindó hacer un viaje a las tinieblas.
En la inmensa oscuridad, después de sus escandalosos fracasos con las mujeres, decidió buscarse un amor entre los hombres.

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